1 de Agosto
En La Deméter no se ve un pijo y al viejo no se le entiende un pijo. ¿Os ha comentado ya Mina lo guapísima que es su amiga del alma?
CUADERNO DE BITÁCORA DE «LA DEMÉTER»
1 de Agosto
Dos días de niebla, sin ver ni una sola embarcación. Esperaba que en el Canal de la Mancha pudiera mandar una señal de socorro o llegar a alguna parte. Sin energía para trabajar con las velas, hay que aprovecharse del viento. No me atrevo a doblarlas, pues puede que no pudiéramos volver a alzarlas luego. Parece que estamos vagando en dirección a un terrible destino. Primero de abordo está ahora más desmoralizado que cualquiera de los hombres. Su fuerte naturaleza puede haber jugado en su contra. Los hombres han traspasado el propio miedo, trabajando estoica y pacientemente, preparados para lo peor. Son rusos y, mi primero, romaní.
DIARIO DE MINA MURRAY
1 de Agosto
Llegué hace una hora con Lucy y tuvimos una charla genuinamente interesante con mi anciano amigo y otros dos hombres que siempre vienen a unírsele. Él es evidentemente «Lord Oráculo» para ellos y no es difícil creer que fuera en su tiempo una persona particularmente dictatorial. No admite ni un fallo y hace de menos a todo el mundo. Si no puede contra-argumentarles, los acosa y luego toma su silencio como la confirmación que está en lo cierto. Lucy tenía un aspecto dulcemente hermoso con su vestido de lino blanco; ha cogido un bonito rubor desde que ha llegado. Me he dado cuenta de que los ancianos no tardaron ni un minuto en venir y sentarse a su vera en el momento en que nos sentamos. Ella es tan dulce con la gente mayor… creo que se enamoraron de ella en ese mismísimo instante. Incluso mi viejo sucumbió y no le llevó la contraria, pagándola el doble de lo normal conmigo en su lugar. Logré dirigir nuestro tema de conversación a las leyendas y él empezó de golpe a soltarme algo que se asemejaba mucho a un sermón. Debo tratar de recordarlo todo y dejarlo por escrito:
–Sería cosa de necios, cerrados de mente, borregos y pueblerinos; eso es todo lo que es, y na’ má’. Estas prohibiciones y aromas y ¡bu! fantasmas y asiduales de bares y espantapájaros y agentes de bolsa y todo lo relacionado con esta panda que lo único que puede hacer es dejar a la chavalada y mujeres confusados. Dejándoles en cabezas ahucadas llenas de aire. Ellos; en to’as lugubreces y demás signos y advertencias, inventadas como son por clérigos y enfermizos cuerpos de escoceses y conductores de tren para asustar a aversivos de media tinta y lograr que la gente haga cosas que si no jamás se sentirían inclinados a hacer. Me pongo iraundo de pensar en esos. Porque ellos son los que, no contentos con mentiras imprimidas en papel y «rezos» en el púlpito, también quieren dejar esquejes de su vida en las tumbas. Mira todas ellas a nuestro alrededor en donde algún día estaremos; todos pedruscos, sujetando sus cabezas tan bien como su orgullo es usado para su beneficio. Es para quedarse en el sitio, simplemente caiéndose con el peso de las mentiras allí escritas. «Aquí yace el cuerpo» o «Sagrado para toda memoria» escritos sobre todas ellas y aun así en la noche solo ya en la mitad de ellas no hay ni un cuerpo; y todas las memorias relacionadas que merece mirar tienen un toque morboso, mucho menos santificado. Todo mentiras, ¡nada más que bulos de uno a otro! Vaya por Dios, habrá el Día del Juicio un grupo a ser juzgado para caer en sus camisas condenadas, todos apretujados juntos y tratando de arastrar sus lápidas con ellos para probar que pueden de lo buenos que son; algunos de ellos decorativos y titubeantes, con sus manos que tiemblan y resbalan por yacer en el mar hasta que por no llegar no llegan ni a la unión de todo su cuerpo.
Podía verse, fijándome en los aires de estar pagado consigo mismo y en la forma en la que miraba en torno suyo en busca de la aprobación de sus secuaces, que estaba «presumiendo», así que le di coba…
–Oh, señor Swales, no puede hablar en serio. ¿Seguro que todas esas tumbas están mal escritas?
– ¡Paparruchas! Igual a unas pocas poquísimas que no están mal, excepciones para las personas que son demasiados buenas; pues hay gente que cree que un recipiente embalsamado es como cuerpo en el mar, incluso si solo en su individualidad. Todo es una gran mentira. Y ahora, mírese; viene aquí como la extraña que es y ve estos terrenos de la iglesia presbiteriana –asentí, pues pensé que era lo mejor, incluso si no terminaba de entender su dialecto. Sabía que tenía que ver con la Iglesia. Continuó –y usted constata que todos estos puntos son gente normalucha que resulta estar aquí, ¿yaciendo de varias formas? –Asentí de nuevo –. Entonces, solo es cuestión de tiempo que la mentira salga a la luz. Es por eso que habrá enfermedades de las que se alertan como si fueran la próxima viruela –golpeó a uno de sus compañeros, y se rieron –. Y, ¡Dios mío!, ¿cómo podrían haberlo hecho de otra manera? Mira a este, uno de los mejores en popa, ¡léelo!
Me acerqué y leí:
– «Edward Spencelagh, experto marino, asesinado por piratas en la costa de Andrés, Abril de 1854, en torno al día 30» –en cuanto volví el señor Swales continuó:
–Me pregunto, ¿quién le habrá traído de vuelta a casa, para simplemente suceder así? ¡Asesinado en la costa de Andrés! ¡Con su cuerpo encontrado muy por debajo! Porque podría nombrarle por lo menos una docena de aquellos cuyos huesos se encuentran en los mares de Groenlandia sobre nosotros –señaló hacia allí –o donde sea que las corrientes los hayan arrastrado. Hay niebla en torno a usted… Usted puede, con sus jóvenes ojos, leer el patrón de pequeñas mentiras desde aquí. Este tal Braithwaite Lowrey… conocía a su padre, desaparecido en el Vivaz cuando partió hacia Groenlandia en el 20; o Andrew Woodhouse, ahogado en los mismos mares en 1777; o John Paxton, ahogado en Cabo Despedida un año después; o el viejo John Rawlings, cuyo padrino navegó conmigo, ahogado en el Golfo de Finlandia en el 50. ¿Cree que todos estos hombres irían apresurados a Whitby por el sonido de las trompetas? ¡Tengo anterios propios ‘obre ello! Le digo que, cuando llegaron aquí ellos tonteaban y apostaban entre ellos en aquella forma en la que era como una lucha en el hielo en los viejos días, cuando nos hacíamos compañía del día a la anoche, tratando de saldar cuentas bajo la luz de la aurora boreal –esto eran evidentemente tradiciones locales, pues el viejo se reía al decirlo, y sus amigotes se unieron gustosamente.
–Pero –dije –usted no puede llevar toda la razón, pues empieza su asunción diciendo que toda la gente pobre, o sus espíritus, se tendrán que llevar sus lápidas con ellos el Día del Juicio. ¿De verdad cree que esto será necesario?
–Bueno pues, ¿para qué más podrían servir las lápidas? ¡Contésteme a eso, señorita!
–Para complacer a sus familiares, supongo.
– ¡Para complacer a sus relativos, dice! –replicó con intenso desdén. – ¿Cómo iba a darles placer a sus familiares el saber que hay mentiras escritas sobre ellos y que todo el mundo sabe que allí habrá mentiras? –Señaló a una piedra a nuestros pies que había sido depositada para hacer las funciones de losa, sobre la cual el asiento estaba colocado, cerca del borde de la colina –. Lea las mentiras sobre ese pedrolo elaborado -dijo. Las cartas estaban boca-abajo con respecto a mi posición sentada, pero Lucy estaba más en su frente, así que se inclinó y leyó:
–Consagrado a la memoria de George Canon, que murió, con la esperanza de una gloriosa resurrección, el 29 de Julio de 1873, al caer desde las rocas de Kettleness. Esta tumba fue erigida por su apenada madre para su adorado y amado hijo. –Era hijo único de su madre y esta era una viuda. De verdad, señor Swales, ¡no le veo la gracia! –Comentó con mucha gravedad y severidad.
– ¡No ve nada gracioso! ¡Je! ¡Je! ¡Más eso es porque usted no pilla que la apenadísima madre es un gato infernal que le odiaba porque no tenía prospectos ambiciones! (un laminero común era él) ¡y él la odiaba de vuelta! Así que se suicidó para tratar de evitar que ella pudiera cobrar el seguro de vida que había puesto sobre su vida. Se voló la tapa de los sesos en plena noche, haciendo a todos los cuerpos de la zona salir de allí cagando leches. No se hubiera encontrado el cadáver de no haber sido por el revuelo de los cuervos, de fondo a to’ esto. La caída al agua se explica por las aves de rapiña peleando por su cuerpo, como un pelele. Así es como cayó por las rocas. Y, bajo la esperanza de una gloriosa resurrección, a menudo le oí murmurando que esperaba ir al infierno, pues su madre era tan piadosa que seguro entraba en el cielo, y no quería estar donde ella estaba. Ahora, nada ni parecido aparece en la lápida –la golpeó fuertemente con su bastón mientras hablaba – ¿un puñado de mentiras? ¡Y no funcionará cuando Gabriel se burle al llegar Georgie pateándose el camino con su lápida a la espalda, preguntado que se asuma como evidencia!
No sabía que decir, pero Lucy consiguió darle una vuelta a la conversación cuando dijo, levantándose:
–Oh, ¿por qué nos cuenta todo esto? Este es mi sitio favorito, y no puedo marcharme; y ahora siento que estoy condenada a sentarme sobre la tumba de un suicida.
–No veo problema pa’ usted, guapeta, y puede que tener a una moza tan esbelta sentada en su regazo alegre al pobre Georgie. No le hará ningún mal. Es decir, me he estado sentando aquí noche sí, noche no, los últimos veinte años y estoy perfectamente. No se haga mal sobre lo que está bajo usted, ¡ni sobre lo que no está! Ya será tiempo de que usted se ponga tiquismiquis cuando vea las lápidas todas levantadas, el lugar desnudo como un campo de rastrojos. ¡Se hace tarde y debo hacer mutis! Mis servicios para ustedes, ¡señoritas! –y así se fue renqueando.
Lucy y yo continuamos sentadas durante cierto tiempo y todo era tan hermoso ante nuestros ojos que nos dimos la mano mientras continuábamos sentadas la una junto a la otra; y me volvió a contar todo sobre Arthur y su cercano matrimonio. Aquello me produjo cierta melancolía, pues no he sabido de Jonathan en todo el mes.
El mismo día
He vuelto a subir sola, pues estoy muy triste. Sigue sin haber carta para mí. Espero que no le pase nada a Jonathan. El reloj acaba de dar las nueve. Puedo ver las luces repartidas por toda la ciudad, a veces acumuladas donde se encuentran las calles más importantes, otras solitarias; se ha formado una línea negra desde el techo de la vieja casa junto a la abadía. Las ovejas y corderos están balando en los campos tras de mí y hay un repiquetear de las pezuñas de un asno subiendo por la avenida pavimentada bajo mí. La banda en el embarcadero está tocando un rudo vals a tempo vivo y más allá está el Ejército de Salvación, teniendo una reunión en una calle lateral. Ninguno de los grupos oye al otro, pero desde aquí los oigo y veo a ambos. Me pregunto dónde estará Jonathan y si piensa en mí. Ojalá estuviera aquí.