DIARIO DE JONATHAN HARKER
(Escrito en código taquigráfico).
5 de Mayo. El Castillo
La grisácea mañana había pasado y el Sol se alzaba en el distante horizonte, dando la sensación de estar quebrado, ya sea por los árboles o las colinas es algo que desconozco, pues se encuentra tan lejos que las cosas pequeñas y grandes se entremezclan. No tengo sueño y, como no he de ser llamado hasta mi despertar, evidentemente voy a usar este tiempo para escribir hasta que el sueño venga a mí. Hay muchos sucesos extraños que retratar y, no sea que quién lea esto crea que cené demasiado bien antes de abandonar Bistrita, dejadme describir exactamente mi cena. Tomé lo que aquí es conocido como «chuletón ladrón» (bocados de bacon, cebolla y ternera, sazonados con pimienta roja, y ensartados en palos para ser asados sobre el fuego) ¡en el sencillo estilo de la carne de gato londinense! El vino era Golden Mediasch, que produce una curiosa picazón en la lengua que, sin embargo, no resulta desagradable. Solo tomé un par de copas del mismo, y nada más.
Cuando me monté en el carruaje, el conductor no se había sentado y le pude ver hablando con la dueña de la taberna. Evidentemente, estaban hablando sobre mí, pues de vez en cuando se giraban en mi dirección y algunas personas sentadas en el banco junto a la puerta (al que denominaban con una palabra cuyo significado es «portador de la palabra») se acercaron a escuchar, para después mirarme a mí, casi con pena. Podía oír muchas palabras continuamente repetidas, palabras extrañas, pues había muchas nacionalidades en la multitud; así que saqué con discreción mi diccionario políglota de dentro de mi bolsa y las busqué. He de decir que no resultaban demasiado alentadoras, pues entre ellas se encontraban «Ordog» (Satán), «pokol» (Infierno), «stregoica» (bruja), «vrolok» y «vlkoslak» (estas dos últimas significando lo mismo, una de origen eslovaco mientras que la otra era serbia; ambas refiriéndose a algo que era o bien un hombre-lobo o un vampiro). (Memorándum: debo preguntarle al Conde sobre estas supersticiones).
Cuando arrancamos, la multitud en torno a la puerta de la posada, que se había ido incrementando de forma notable, se santificó al unísono y apuntaron con dos dedos en mi dirección. Con cierta dificultad, logré que otro pasajero me explicara lo que aquello significaba; en un primer momento no se vio capaz de responder, pero una vez descubrió que yo era inglés, me explicó que era un encantamiento o guarda contra el mal de ojo. No fue algo placentero, sobre todo yendo a una tierra desconocida a conocer a un hombre desconocido; pero todo el mundo me había parecido tan bueno de corazón y lleno de pesar, y tan compasivo, que no pude evitar sentirme conmovido. Nunca olvidaré los últimos atisbos de la zona de la taberna y su multitud de pintorescas figuras, todas con el gesto de la cruz mientras se encontraban en el amplio portón, con su fondo de rico follaje de adelfas y naranjos en verdes tarimas agrupadas en el centro de la explanada. Entonces nuestro conductor, cuyos amplios cajones de ropa blanca cubrían toda la parte delantera de la cabina («gotza», los llamó) azuzó su látigo sobre los cuatro pequeños caballos, que comenzaron a correr a fondo, comenzando así nuestro viaje.
Mis miedos y recuerdos de los fantasmales temores se perdieron en la belleza de la escena tan pronto como comenzamos a marchar, aunque, de haber entendido el idioma (o, mejor dicho, idiomas) que mis pasajeros hablaban, posiblemente no me hubiera sido tan fácil desecharlos. Ante nosotros se desplegaba verde tierra llena de bosques, con algunas colinas aquí y allí, coronadas por agrupaciones de árboles o granjas, el negro gablete sirviendo como fin de la carretera. Había una apabullante cantidad de fruta floreciente (manzanas, ciruelas, peras, cerezas) y, conforme nos adentrábamos, pude ver la verde hierba bajo los árboles cubierta con pétalos caídos. De dentro a fuera de dichas verdes colinas de lo que llamaban «Mittle Land» era por donde transcurría la carretera, perdiéndose a sí misma al barrer las verdes curvas, o se cortaba en las abruptas entradas a los pinares, que se encontraban desperdigados a lo largo de las laderas como si se tratara de lenguas de fuego. La carretera era accidentada, pero aun así la recorríamos casi con febril apuro. No podía entender a qué se debía dicha prisa, pero el conductor parecía claramente decidido en no perder ni un segundo hasta llegar al Desfiladero del Borgo. Se me explicó que esta carretera en verano era excelente, pero que todavía no había sido adecuada para las nieves invernales. En este respecto no era diferente de las carreteras habituales de los Cárpatos, pues era una vieja tradición el mantenerlas en mal estado. Desde antaño los Hospadars no las reparaban, a cuenta de evitar que los turcos pensaran que estaban preparándose para traer hasta sus tierras tropas extranjeras, y así acelerar la guerra que siempre parecía a punto de tener lugar.
Más allá de las verdes colinas de la Mittel Land se alzaban impresionantes fragmentos de bosques hasta las elevadas pendientes de los mismísimos Cárpatos. Se alzaban a izquierda y derecha, con el son de la tarde cayendo de lleno sobre ellos y logrando exponer todo su amplio rango de hermosos colores; azul oscuro y morado en las sobras de los picos, verde y marrón donde hierba y roca se mezclaban, y una infinita perspectiva de rocas picadas y puntiagudos riscos, hasta que estos mismos se perdían en la distancia, donde las cimas nevadas se alzaban con grandiosidad. Aquí y allí parecía haber considerables brechas en las montañas; a través de las cuales, mientras el Sol comenzaba a decaer, podíamos ver una y otra vez el blanco brillo del agua proyectado. Uno de mis compañeros de viaje tocó mi brazo mientras dábamos la vuelta en torno a la base de una colina y nos abríamos paso en torno al elevado pico cubierto de nieve de la montaña que parecía, al continuar por nuestro serpenteante camino, estar justo frente a nosotros.
– ¡Mirad! ¡Isten zek! – (« ¡El asiento de Dios!») Mientras, se santiguaba con reverencia.
Mientras nuestro interminable camino continuaba y el Sol descendía más y más tras nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a acecharnos. Esto se encontraba enfatizado por el hecho de que el nevado pico de la montaña todavía sostenía la puesta de sol, dando la sensación de ir apagándose con un delicado color rosado. Aquí y allí pasábamos a checos y eslovacos, todos con sus pintorescos atuendos, aunque me di cuenta de que los bocios eran dolorosamente prevalentes. A un lado de la carreta había muchísimas cruces y, cuando la atravesamos, mis compañeros en su totalidad se santiguaron. Aquí y allí podías ver a un campesino o campesina arrodillado frente a un santuario, que ni siquiera se giraban cuando nos aproximábamos, pero que parecían rendidos en su devoción al punto de no tener ojos ni oídos para el mundo exterior. Estaba descubriendo muchas cosas: por ejemplo, almiares en los árboles, y aquí y allí bellas masas de abedul llorón, con sus blancos tallos brillando cuan plata entre el delicado verde de las hojas. De vez en cuando nos cruzábamos con un vagón-leiter (una caravana para campesinos ordinarios) con su larga vértebra, similar a una serpiente, diseñada para amoldarse a las dificultades de la carretera. En el mismo estaban sentados con total seguridad un grupo de campesinos que volvían al hogar, los checos con sus tonos de blanco y los eslovacos con sus pieles de oveja coloreadas; estos últimos llevando, como si se trataran de lanzas, sus largos bastones, con hachas en la punta. Conforme la tarde comenzaba a volverse más y más fría, y el creciente ocaso parecía convergir con el oscuro misticismo del brillo de los árboles (roble, abedul y pino), incluso si en los valles que se distribuían profundamente entre las laderas de las colinas, mientras ascendíamos por El Paso, la oscuridad primeramente se posó aquí y allí sobre el fondo de tardía nieve. A veces, la carretera se veía cortada por un pinar que daba la sensación de estar en mitad de la oscuridad que se cernía sobre nosotros, con amplias masas grisáceas, que aquí y allí desparramaban los árboles, produciendo un efecto tan peculiar como solemne, que cargaba consigo mismo los pensamientos y lúgubres ensoñaciones previas en la tarde, el atardecer trajo consigo una reconfortante, si bien extraña, sensación con sus nubes fantasmales a lo largo de los Cárpatos, pareciendo moverse sin pausa a través del valle. A veces las colinas eran tan empinadas que, a pesar del apuro de nuestro conductor, los caballos no podían ir si no lentamente. Deseé bajarme y caminar junto a ellos, como hacemos en mi hogar, pero el conductor no quería ni oír hablar del tema. «No, no», dijo «usted no debe andar por ahí; los perros son demasiado fieros.», y, después, añadió, con un tono que dejaba claro que trataba de ser una tétrica broma, pues miró en torno suyo en búsqueda de la sonrisa probatoria del resto: «y puede que usted vaya a experimentar suficiente de estos asuntos antes de irse a descansar…». La única parada que estuvo dispuesto a hacer fue el instante que tardó en encender sus lámparas.
Conforme oscurecía empezó a percibirse cierta excitación en torno a los pasajeros, y comenzaron a pedirle sin tregua al conductor, uno tras otro, que acelerara. Él azuzó a los caballos sin piedad alguna con su largo látigo y con gritos de aliento les imploraba que se forzaran aún más. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver lo que parecía una fracción de luz grisácea sobre nosotros, como si hubiera una brecha entre las colinas. El nerviosismo de los pasajeros creció; el desbocado carruaje se sacudió sobre sus grandes resortes de cuero y se balanceó como un bote en mitad de un tormentoso mar. Tenía que lograr asirme. La carretera creció en desnivel, y parecía que volábamos. Entonces las montañas parecieron acercarse desde todas direcciones y juzgarnos duramente; estábamos entrando en el Desfiladero del Borgo. Uno de los múltiples pasajeros me ofreció regalos, que elle presionó contra mí con tal franqueza que no pude rechazarlos; eran sin duda de tipos variados y curiosos, pero todos dados en buena vez, con palabras amables y una bendición, con aquella extraña mezcla de movimientos temerosos que había visto frente al hotel de Bistrita; el gesto de la cruz y la guardia frente al mal de ojo. Entonces, conforme avanzamos, el conductor se inclinó hacia delante y observó con intensidad en la oscuridad a ambos lados. Era evidente que algo muy intenso estaba pasando o era esperado, pero aunque pregunté a cada pasajero, nadie me pudo dar la más mínima explicación. Este estado de excitación se mantuvo durante algo de tiempo y al fin vimos frente a nosotros el Desfiladero abriéndose hacia el lado oriental. Había nubes oscuras sobre nosotros, y el aire resultaba pesado, opresivo con la sensación del trueno. Parecía como si la línea montañosa hubiera separado dos atmósferas y ahora nos adentrábamos en la tormentosa. Me encontraba ahora yo mismo buscando con la mirada el vehículo que tenía que llevarme hasta el Conde. Esperando a cada instante ver la luz de lámparas aparecer en la oscuridad, pero todo permanecía en la negrura. La única luz eran los rayos titilantes de nuestras propias lámparas, en las que el vapor generado por nuestros duramente tratados caballos se reflejaba como una nube blanda. Podíamos ver ahora la arenosa carretera blanca frente a nosotros, pero no había señal alguna de un vehículo. Los pasajeros se dejaron caer hacia atrás con un signo de regocijo, que parecía burlarse de mi propia decepción. Ya estaba pensando en la mejor forma de proceder cuando el conductor, mirando su reloj, les dijo a los otros algo que apenas pude oír, pues habló muy bajo y en un tono extremadamente suave. Creo que dijo «Una hora menos de lo previsto». Después se giró hacia mí, y me dijo en un alemán aún peor que el mío propio…
–No hay carruaje aquí. El Herr no es esperado, después de todo. Él continuará ahora hasta Bucovina, y volverá mañana o pasado; mejor pasado –mientras hablaba, los caballos comenzaron a relinchar y resoplar y hundir la cabeza salvajemente, haciendo que el conductor tuviera que sujetarlos. Entonces, a través de un coro de gritos provenientes de los campesinos y el universal santiguamiento, una calesa tirada por cuatro caballos apareció por detrás, nos adelantó y se paró junto a la caravana. Podía ver gracias al alumbrado de nuestras lámparas, al caer los rayos sobre ellos, que los caballos eran negros como el carbón y espléndidos en términos generales. Eran dirigidos por un hombre alto con una larga barba parda y un gran sombrero negro, que parecía servir para ocultarnos su rostro. Tan solo pude observar un par de brillantes ojos que me parecían rojos bajo la luz de las lámparas, al girarse hacia nosotros. Se dirigió al conductor:
–Llegas pronto esta noche, mi amigo.
El hombre, tartamudeando, replicó:
–El Herr inglés estaba en un apuro.
A lo que el extraño respondió:
–Supongo que eso explica que desearas que fuera hasta Bukovina. No puedes engañarme, mi amigo; sé demasiado y mis caballos son ágiles –mientras hablaba, sonreía, y la luz de las lámparas alumbraba una boca dura, con labios muy rojos y dientes afilados, tan blancos como la porcelana. Uno de mis compañeros de viaje susurró a otro una cita de Leonore de Burger:
–Denn die Todten reiten schnell –«Pues los muertos viajan rápido».
El extraño conductor evidentemente escuchó las palabras, pues alzó la vista con una brillante sonrisa. El pasajero giró su rostro, al tiempo que sacaba sus dos dedos y se santiguaba. «Dadme el equipaje del Herr», dijo el conductor y, con acelerado entusiasmo, mis bolsas fueron tomadas y puestas en el interior de la calesa. Entonces me bajé del carruaje, pues la calesa estaba bien cerca, con el conductor ayudándome con una mano que agarró mi brazo con la fuerza del acero; era prodigioso. Sin una sola palabra azuzó las riendas, los caballos se giraron y nos adentramos en la oscuridad del Desfiladero. Al mirar atrás puede ver aún el vapor generado por los caballos de la caravana gracias a la luz de las lámparas y proyectadas en el suelo las sombras de mis previos compañeros santiguándose. Entonces el conductor volvió a lanzar un latigazo y apeló a sus caballos y directos se lanzaron en dirección a Bukovina. Mientras se perdían en la oscuridad sentí un extraño escalofrío y la soledad me invadió, pero el abrigo sobre mis hombros y la alfombra sobre mis rodillas, y el conductor diciendo en perfecto alemán…
–La noche es fresca, mein Herr, y mi amo el Conde me ha elegido para que cuide de usted. Hay una petaca de slivovitz (un brandy de ciruela del país) bajo el asiento, si así lo necesita –. No tomé nada del mismo, pero fue un consuelo saber que estaba allí hiciera yo lo que hiciera. Sentí cierto grado de extrañeza, y no poco de terror. Me planteé si de haber habido otra alternativa debería haberla tomado, en vez de continuar con mi nocturno viaje a lo desconocido. El carruaje continuó a una marcha regular y ágil todo el camino, para luego dar una vuelta completa para entrar en otra carretera totalmente recta. Daba la sensación de que simplemente estábamos moviéndonos en círculos, así que me fijé en algunos puntos salientes, comprobando que estaba en lo cierto. Me hubiera gustado preguntarle al conductor a qué venía aquello, pero me daba verdadero pavor el acto en sí, pensando que, estando donde estaba, cualquier protesta tendría absoluto no efecto si trataban de retrasar mi llegada. Sin embargo, aprovechando el momento y mi curiosidad de cómo estaba pasando el tiempo, encendí una cerilla y miré mi reloj con su llama: faltaban unos pocos minutos para medianoche. Esto me sorprendió bastante, pues suponía que con mis experiencias recientes la superstición general sobre medianoche me sería más común. Esperé con enfermizo sentimiento de suspenso.
Entonces un perro comenzó a gruñir, en algún punto de la granja al fondo de la carretera, con un largo, agónico gemido, como si estuviera atemorizado. El sonido fue continuado por otro perro, y luego otro y otro más hasta que, transmitido ahora por el viento que ahora soplaba suavemente por todo el Desfiladero, comenzó un salvaje aullido, que parecía venir de todas partes del país, tan lejos como la imaginación pudiera concebir a través del brillo de la noche. Al principio el gruñido de los caballos comenzó a resultar estresante y estos empezaron a vacilar, pero el conductor les habló con dulzura y se calmaron, no sin temblar y sudar como si acabaran de salir corriendo tras un susto repentino. Entonces, lejos en la distancia, desde las montañas a ambos lados de nuestro camino, comenzó un nuevo aullido, más agudo y potente, proveniente de los lobos, que afectó tanto a los caballos como a mí mismo de la misma manera, pues estaba dispuesto a saltar de la calesa y correr, mientras ellos reculaban de nuevo y se hundían en el sitio con locura, haciendo que el conductor tuviera que usar la totalidad de su portentosa fuerza para evitar que salieran desbocados. Sin embargo, pasados escasos minutos, mis propias orejas se acostumbraron al sonido y los caballos volvieron a estar tranquilos por el momento, haciendo que el conductor fuera capaz de bajar y posicionarse frente a ellos. Los acarició y calmó, susurrándoles al oído, como había visto a los domadores de caballos hacer, con efectos extraordinarios, pues bajo su cariño estos volvieron a ser bastante manejables, aunque aún temblaban. Volvió entonces a su asiento y, azuzando con las riendas, comenzó ya a paso vivo. Esta vez, una vez alcanzado el extremo más alejado del Desfiladero, se giró de golpe hacia un estrecho camino (de cabras) que se adentraba con fiereza en la noche.
Pronto nos encontramos asediados por árboles a ambos lados, que en algunos puntos se arqueaban justo sobre el camino hasta el punto de dar la sensación de que estábamos atravesando un túnel; y de nuevo grandes rocas escarpadas nos guardaban a ambos lados. Incluso si estábamos a cubierto, podíamos oír el viento en aumento, pues éste gemía y silbaba a través de las piedras y las ramas de los árboles caídos mientras avanzábamos. Empezó a hacer más y más frío hasta que empezó a nevar y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, estábamos cubiertos por una capa de nieve en polvo. El decidido viento aún nos traía el aullido de los perros, aunque este se fue debilitando conforme continuamos nuestro camino. El gruñido de los lobos se fue acercando, como si estuvieran rodeándonos desde todos los puntos. Empecé a aterrarme tremendamente, y los caballos compartían mi miedo. Sin embargo, el conductor, sin embargo, no estaba inquieto en la menor medida; continuó girando su cabeza a izquierda y derecha, aunque yo no podía ver nada en la pura negrura.
De golpe, en la lejanía a nuestra izquierda, vi un débil destello de una luz azul. El conductor lo vio a la par; revisó el estado de los caballos y, saltando al suelo, desapareció en la oscuridad. No sabía qué hacer, más confuso conforme el aullido de los lobos se acercaba; pero mientras seguía dudando el conductor reapareció y, sin una palabra, volvió a tomar su asiento y retomamos la marcha. Creo que debí quedarme dormido y continuar soñando con el incidente, pues parecía repetirse sin pausa y, pensándolo en frío, todo lo ocurrido parece una terrible pesadilla. Una vez una llama apareció cerca de la carretera, pude incluso distinguir los movimientos del conductor. Se movió rápidamente hasta la llama azul (debía de ser muy débil, pues ni siquiera podía iluminar su entorno entero) y recolectó unas cuantas piedras para crear algún tipo de cachivache. Crearon un extraño efecto visual: al mantenerse de pie entre mí y la llama, no la obstruía, por lo que podía ver la titilante y fantasmal luz sin problema alguno. Esto me sorprendió, pero el efecto fue tan solo momentáneo, por lo que deduje que mis ojos estaban jugándome una mala pasada. Durante cierto tiempo no hubo más llamas azules, y pasamos el resto del viaje a través del plomizo tiempo, con los lobos aullando en torno nuestro, como si nos estuvieran siguiendo, cercándonos.
Al fin llegó un momento en el que el conductor alcanzó un punto más alejado aún y se despidió. Durante su ausencia, los caballos comenzaron a temblar aún más y a balar y relinchar con pavor. Fui incapaz de localizar la causa, pues el aullido de los lobos ya había cesado al completo, pero entonces la luna, navegando entre las oscuras nubes, apareció tras la accidentada cresta de una roca sobresaliente poblada por pinos y por su iluminación vi en torno a nosotros un anillo de lobos, con dientes blancos y rojas lenguas sobresalientes, con largas y nervudas extremidades y pelo greñudo. Eran cientos de veces más terribles, restringidos en un lúgubre silencio que incluso cuando aullaban. En lo que a mí respecta, sentí que la parálisis por miedo me poseía. Solo cuando un hombre se ve a sí mismo enfrentado ante tamaños horrores puede entender sus verdaderas repercusiones.
Todos los lobos al unísono comenzaron a aullar como si la Luna causara sobre ellos cierto peculiar efecto. Los caballos comenzaron a saltar en el sitio y recular, claramente desesperados con ojos que giraban de una forma que resultaba dolorosa de presenciar; pero el anillo de terror viviente los acompasaba desde cada extremo, y ellos tenían por necesidad que quedarse en él. Llamé al conductor para que viniera, pues parecía que nuestra única oportunidad iba a ser tratar de atravesar el anillo con la ayuda de su acercamiento. Grité y golpeé un lado de la calesa, esperando que el sonido asustara a los lobos por ese lado, para darle la oportunidad de llegar hasta la trampa. Como nos alcanzó, es algo que no sé, pero oí su voz mientras alzaba la voz comandando en tono imperioso y mirando en dirección al sonido, le pude ver alzándose en mitad del camino. Mientras barría el aire con sus largos brazos, como si tratara de apartar algún obstáculo imparable, los lobos se echaron hacia atrás y aún más atrás. Justo cuando una densa nube pasó sobre la Luna, haciendo que volvieron a estar en la más absoluta oscuridad.
Cuando pude volver a ver, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos se habían desvanecido. Todo era tan extraño e impensable que un temor horrible cayó sobre mí, haciendo que no me atreviera a hablar o moverme. El paso del tiempo parecía interminable mientras nos hacíamos paso en nuestro camino, ahora casi en completa negrura, pues las nubes habían cubierto la Luna. Continuamos ascendiendo, con ocasionales periodos de descendimiento, pero casi siempre ascendiendo. De golpe, fui consciente del hecho de que el conductor estaba a mitad de proceso de atar los caballos en el patio de un vasto castillo en ruinas, cuyas ventanas negras no dejaban pasar ni un rayo de luz y cuyas almenas rotas mostraban una línea irregular contra el cielo iluminado por la Luna.
Debí de haberme quedado dormido, pues estoy seguro de que si hubiera estado completamente despierto me habría dado cuenta de que nos acercábamos a tan increíble lugar. Bajo la tenue iluminación el patio daba la impresión de tener unas proporciones considerables, aunque viendo como varios oscuros pasajes conducían desde este a grandes arcos circulares, podría aparentar ser mayor de lo que en verdad era. Todavía no he tenido la ocasión de verlo bajo la luz del Sol.
Cuando la calesa se paró, el conductor bajó de un salto y me tendió una mano para ayudarme al momento. De nuevo, no pude evitar fijarme en su prodigiosa fuerza. Su mano parecía genuinamente un cepo de metal que podría haber destrozado la mía de haberlo decidido así. Después sacó mi equipaje y lo dejó todo en el suelo junto a mí mientras yo me enfrentaba a la gran puerta, vieja y tachonada con grandes clavos de hierro, colocada en una monumental entrada de piedra. Podía ver en la tenue luz que la piedra había sido esculpida en su mayoría, si bien la mayor parte de sus motivos habían sido desgastados por el paso del tiempo y el clima. Mientras me alzaba allí de pie, el conductor saltó de nuevo a su asiento y azuzó las riendas, haciendo que los caballos comenzaran a marchar, desapareciendo el vehículo en su totalidad por una de las oscuras aberturas.
Me encontré allí en silencio, pues no sabía qué hacer. No había señal alguna de campana o llamador; a través de estas intimidantes paredes y finas aberturas en las ventanas oscuras no era probable que mi voz pudiera penetrar. El tiempo que pasé esperando parecía no acabar nunca, y comencé a notar dudas y temores acumularse en mi interior. ¿A qué tipo de lugar había ido a parar, y junto a qué tipo de gente? ¿Qué tipo de lúgubre aventura era esta en la que me había embarcado? ¿Era un incidente habitual en la vida de un abogado inmobiliario el ser mandado fuera de su tierra a explicarle a un extranjero el funcionamiento de la compra de tierras en Londres? ¡Abogado inmobiliario! A Mina no le gustaría eso. Abogado…pues justo antes de dejar Londres recibí noticia de que mi evaluación había sido un éxito, ¡y que ahora era un abogado de pleno derecho! Me empecé a frotar los ojos y me pellizqué a mí mismo para asegurarme de estar despierto. Todo me parecía una horrible pesadilla, y esperaba despertarme de golpe, para encontrarme en casa, con el alba colándose por las ventanas, como solía ocurrir de cuando en cuando después de un día de exhaustivo trabajo. Pero mi carne respondió al test del pellizco, y mis ojos no me estaban engañando. Estaba, efectivamente, despierto y en mitad de los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era ser paciente, y esperar la llegada de la mañana.
Tal y como estaba llegando a esta conclusión oí los pesados pasos de alguien aproximándose desde detrás de la puerta principal y pude ver a través de las rendijas el resplandor de una luz que se acercaba. Irrumpió entonces el sonido de cadenas siendo arrastradas y el chocar de portentosos cerrojos siendo abiertos. Una llave se giró con el chirriante sonido propio de un largo en desuso, y la puerta principal se abrió hacia dentro.
En el interior, había un viejo hombre de gran altura, con perfecto afeitado salvo por un largo bigote blanco, y ropajes negros de la cabeza a los pies, sin una sola nota de color en toda su persona. Sujetaba en su mano una antigua lámpara de plata, en la que la llama ardía sin fuente de energía alguna, lanzando largas y trémulas formas al titilar por la corriente producida por la puerta abierta. El anciano me indicó que entrara con su mano derecha en un gesto cortés, en un perfecto inglés, que tenía una extraña entonación:
– ¡Bienvenido a mi hogar! ¡Entre con total libertad y de propia voluntad! –No hizo gesto alguno para acercarse a mí, quedándose quieto como una estatua en su lugar, como si su postura de bienvenida le hubiera vuelto de piedra. Sin embargo, en el momento en el que atravesé la entrada, se movió de forma impulsiva hacia mí y alzando su mano agarró la mía con una fuerza que me obligó a pestañear; un efecto que se vio incrementado por el hecho de que estaba fría como el hielo…más casi como la mano de un muerto que de un hombre vivo. De nuevo, repitió:
– ¡Bienvenido a mi hogar! Entre libremente. Vaya con cuidado; ¡y deje algo de la felicidad que trae!
La fuerza del apretón estaba mucho más similar a la que había notado en el conductor, cuyo rostro no había llegado a ver, y por un momento dudé si no se trataría de la misma persona en ambos caso; para asegurarme, le pregunté en todo inquisitivo:
– ¿Conde Drácula?
El hizo una reverencia lo más cortés posible mientras replicaba:
–Yo soy Drácula; y le doy la bienvenida, Señor Harker, a mi hogar. Entre; el aire nocturno es frío y debe usted necesitar de una buena comida y descanso –al hablar, puso la lámpara en un enganche en la pared y, saliendo fuera, tomó mi equipaje y lo cargó dentro antes de que pudiera prevenirlo contra ello. Iba a protestar, pero él insistió.
–Para nada, señor, es usted mi huésped. Es tarde, y mi gente no está disponible. Déjeme que le instale yo mismo –. Insistió en llevar mi equipaje a través del pasaje, y luego a través de una sinuosa escalera, y a través de otro gran pasaje, en cuyo suelo de piedra nuestros pasos retumbaron pesadamente. Al final del mismo, abrió de par en par una pesada puerta y me pude regocijar al ver un cuarto bien iluminado en el que la mesa estaba preparada para una cena ligera, y en cuyo imponente hogar había un gran fuego de maderos encendido, recientemente avivado, lleno de llamas y fulgurante.
El Conde se paró en seco, dejó en el suelo mis bártulos, cerró la muerta y, cruzando el cuarto, abrió otra puerta que daba a un pequeño cuarto octogonal iluminado por una simple lámpara que parecía no tener ninguna clase de ventana. Una vez pasado el mismo, abrió otra puerta y me indicó que entrara. Fue una visión agradecida, pues se trataba de un gran dormitorio bien iluminado y calentado con otro hogar de maderos (posiblemente añadido más bien tarde, pues los troncos superiores parecían aún frescos), que lanzaba un eco rugiente a través de la amplia chimenea. El Conde mismo dejó mi equipaje dentro y salió, diciendo, antes de cerrar la puerta:
–Necesitará, tras su viaje, refrescarse haciendo buen uso de su baño. Confío en que encontrará usted todo lo que pueda necesitar. Cuando esté listo, venga al otro cuarto, donde encontrará su aperitivo listo.
La luz, el calor y el cortés recibimiento del conde parecían haber disipado todas mis dudas y temores. Habiendo vuelto ya a mi estado habitual, descubrí que estaba medio desfallecido por hambre; así que tras un viaje apresurado al baño, me dirigí al otro cuarto.
La cena estaba ya lista. Mi anfitrión, que estaba de pie junto al fuego, inclinándose contra la piedra, hizo un grácil gesto con su mano a la mesa, diciendo:
–Le imploro que se siente y coma a su gusto. Encontrará, espero, la capacidad de disculpar que no le acompañe, pero ya he cenado y no suelo gustar de tentempiés nocturnos.
Le di la carta que el Señor Hawkins me había confiado. La abrió y leyó con gravedad. Después, con una encantadora sonrisa, me la dio a mí para que la leyera. Uno de sus pasajes, al menos, me produjo una placentera excitación:
«Me temo que por un ataque de gota, enfermedad de la que soy un constante sufridor, me veo incapaz de realizar cualquier viaje de aquí a dentro de cierto tiempo; pero tengo el placer de comunicarle que puedo mandar a un sustituto más que capaz, uno en el que tengo toda la confianza posible. Es un hombre joven, lleno de energía y talento en su propia medida, y de inclinación muy leal. Es discreto y silencioso, y se ha convertido en todo un hombre a mi servicio. Estará listo para atenderle a su gusto durante su estancia, y tomará sus instrucciones en toda materia que desee».
El propio Conde se acercó y tomó la tapa del plato, y me encontré de golpe frente a un excelente pollo asado. Este, junto con algo de queso, una ensalada y una botella de viejo Tokay (del que tomé dos copas), fue mi cena nocturna. Durante el tiempo que estuve comiendo, el Conde me hizo múltiples preguntas sobre mi viaje, y le conté paso a paso todo lo que había experimentado.
Para cuando hube acabado con mi tentempié nocturno, y, por deseo de mi anfitrión, colocado una silla frente al fuego y comenzado a fumar un cigarro que él me había ofrecido, a la par que se excusaba a sí mismo pues no fumaba. Tuve al fin la oportunidad de observarlo, y me di cuenta que tenía una fisionomía muy marcada.
Su rostro era regio (muy regio), Aquíleo, con el puente elevado de su fina nariz y orificios nasales curiosamente arqueados; con una frente noble con cúpula (N/A: frenología) y escaso pelo en torno a sus sienes, pero abundante en el resto de su cabeza. Sus cejas estaban muy pobladas, casi coincidiendo sobre su nariz y su pelo era tupido, pareciendo que se curvaba por su propia abundancia. Su boca, al menos todo lo que podía ver de la misma bajo su grueso bigote, estaba fijada en una línea casi cruel, con dientes blancos peculiarmente afilados; ambos asomando sobre sus labios, cuya remarcable rubicundez era un sorprende signo de vitalidad para un hombre de su edad. En lo que respectaba al resto de su apariencia; sus orejas estaban pálidas, con las puntas extremadamente puntiagudas; la barbilla era amplia y firme, con las mejillas firmes aunque finas. El efecto general era uno de extraordinaria palidez.
Hasta este momento me había fijado en la parte trasera de sus manos mientras estas permanecían apoyadas en sus rodillas al lado de la luz del fuego, y me habían parecido más bien finas y blancas; pero, viéndolas ahora mucho más cerca de mí, no podía evitar darme cuenta de que eran más bien ásperas, gruesas, con dedos achaparrados. Sé que resultará curioso, pero tenía pelos en el centro de su palma. Las uñas eran largas y finas, cortadas hasta resultar afiladas. Conforme el Conde se inclinaba hacia mí y sus manos me tocaban, no puede evitar reprimir un escalofrío. Puede ser que su aliento resultara rancio, pero un sentimiento de nausea horrible me sobrecogió, que, hiciera lo que hiciera, no era capaz de ocultar. El Conde, evidentemente dándose cuenta de ello, se echó hacia atrás; con una sonrisa algo lúgubre, que me mostró aún más sus sobresalientes dientes, se sentó de nuevo en su lado del hogar. Ambos estuvimos en silencio durante cierto tiempo, mientras observaba a través de la ventana y veía los primeros débiles quiebros del alba naciente. Parecía haber caído una extraña quietud sobre todo; pero, mientras escuchaba puede oír desde bien abajo en el valle los aullidos de una multitud de lobos. Los ojos del Conde brillaron y dijo:
–Escúchelos…los hijos de la noche. ¡La música que crean! –Viendo, supongo, mi expresión algo extrañada, añadió –ah! señor, ustedes la gente de ciudad no pueden adentrarse en los sentimientos del cazador –después, se alzó y continuó. –Pero debe estar usted cansado. Su cuarto ya está listo, y mañana debe usted descansar hasta cuando desee. Yo tendré que estar ausente hasta la tarde; ¡así que duerma y sueñe en paz!
Con una cortés reverencia, abrió por sí mismo la puerta al cuarto octogonal para mí, y entré a mi habitación…
Estoy en mitad de un mar de maravillas. Dudo, temo, pienso cosas extrañas, que no me atrevo a confesar a mi propia alma. Dios me guarde, ¡si tan solo sea por la suerte de aquellos cercanos a mí!