Nota: Hoy sin coñas: por este capítulo me cabrea tanto la romantización del Conde. No he puesto Trigger Warnings en ningún momento porque, bueno, es Drácula; toda personita sabe a lo que viene…pero aquí sí que los he puesto porque, de verdad, es duro de leer (y traducir, y corregir...)
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
3 de Octubre
Dejadme describir con exactitud lo que ocurrió, tan bien como pueda recordarlo, desde que grabé mi última entrada. Ni un solo detalle que pueda recordar debe ser pasado por alto; debo proceder con la máxima tranquilidad posible.
Cuando llegué al cuarto de Renfield le encontré tirado en el suelo con el lado izquierdo de su cuerpo en el centro de una resplandeciente piscina de sangre. Cuando fui a moverle, se me hizo aparente al instante que había recibido una serie de terribles heridas; parecía no haber ninguna clase de cohesión entre las partes del cuerpo que deberían tenerlas, incluso siendo que mi cordura estaba embotada. Como su cara estaba expuesta pude ver que estaba terriblemente deformada, como si hubiera sido golpeada contra el suelo (de hecho, era de las heridas de su rostro de donde la piscina de sangre se había originado). El asistente que estaba de rodillas junto al cuerpo me dijo, mientras le daba la vuelta:
–Creo, señor, que su espalda está rota. Mire, tanto su brazo como pierna izquierdos y todo el lado correspondiente de la cara están paralizados –. Algo de tal calibre había dejado totalmente sorprendido a mi asistente. Parecía genuinamente desconcertado, y frunció mucho el ceño antes de continuar –. No consigo entender cómo sucedió. Pudo dejar esas marcas en su rostro golpeando su propia cabeza contra el suelo; vi una vez a una joven hacerlo en el Manicomio de Eversfield antes de que nadie pudiera detenerla. Y supongo que se podría haber roto el cuello cayendo de la cama, si se colocó en una posición inapropiada. Pero por mi vida que no puedo ni imaginarme como ambas cosas pudieron ocurrir. Si su espalda estaba rota, no pudo golpearse la cabeza; y si su rostro estaba así antes de caer de la cama, habría señales de ello.
Le dije:
–Ve a buscar al Doctor Van Helsing y pídele por favor que venga aquí inmediatamente. Le necesito; cuanto antes, mejor –. El hombre salió corriendo y, en apenas unos minutos, el Profesor, todavía en su camisón y chanclas, apareció. Cuando vio a Renfield en el suelo, lo miró con intensidad por un momento y luego se giró hacia mí. Creo que reconoció lo que estaba pensado en mis ojos, pues dijo con mucha calma, manifiestamente para los oídos del asistente:
– ¡Ah, qué triste accidente! Necesitará ser vigilado cuidadosamente y con mucha atención. Me quedaré yo mismo contigo, pero primero debo vestirme. Si te quedas aquí, me uniré en un momento.
El paciente ahora respiraba con estertores y era fácil darse cuenta de que había sufrido terribles lesiones. Van Helsing volvió con extraordinaria celeridad, trayendo consigo un maletín de cirujano. Evidentemente, había estado pensando en ello y su mente estaba llena de resolución pues, casi antes de que hubiera mirado al paciente, me dijo:
–Manda a otra parte al asistente. Debemos estar solos cuando recupere la consciencia, tras la operación.
Así que dije:
–Creo que esto será todo por ahora, Simmons. Hemos hecho todo lo posible hasta el momento. Mejor que se vaya a hacer su ronda y el Doctor Van Helsing operará. Déjeme saber al instante si algo inusual ocurre en cualquier parte.
El hombre se marchó y nosotros procedimos a una examinación detallada del paciente. Las heridas de la cara eran superficiales; los verdaderos daños consistían en una profunda fractura del cráneo, que se extendía a través del área motora. El Profesor se quedó pensativo un momento y dijo:
–Debemos reducir la presión y tratar de estabilizarle, tanto como se pueda; lo rápido de sufusión indica cuán terrible es su lesión. Toda el área motora parece estar afectada. La hemorragia cerebral irá en aumento rápidamente, así que debemos trepanar tan rápido como se pueda o será demasiado tarde –. Conforme hablaba, alguien estaba llamando discretamente a la puerta. Me acerqué y abrí para encontrarme en el corredor con Arthur y Quincey en pijama y chanclas. El primero habló:
–He oído a tu hombre llamar al Doctor Van Helsing y contarle que ha habido un accidente. Así que he despertado a Quincey o, mejor dicho, le he avisado, dado que no dormía. Las cosas han escalado demasiado rápido y demasiado extrañamente para poder dormir en condiciones. He estado pensando que mañana por la noche no seremos capaces de analizar las cosas tal y como han sucedido. Tendremos que echar la vista atrás…y un poco más adelante de los propios. ¿Puedo entrar? –asentí, y sujeté la puerta hasta que ambos hubieron entrado, para después volver a cerrar. Cuando Quincey vio la actitud y el estado del paciente, se fijó en el horrible charco del suelo y dijo, discretamente:
– ¡Dios! ¿Qué le ha pasado? ¡Pobre, pobre diablo! –Se lo conté, resumiendo rápidamente, y añadí que esperábamos que recuperara la consciencia tras la operación… Al menos, durante un brevísimo periodo de tiempo. Se apresuró a sentarse en el borde de la cama, con Godalming a su lado. Todos esperamos pacientemente.
–Ahora, solo nos queda esperar –dijo Van Helsing –, el tiempo justo para optimizar el mejor punto para trepanar, para que así se pueda hacer lo más rápida y eficientemente posible la extracción del coágulo de sangre; pues es evidente que la hemorragia sigue creciendo.
Los minutos en los que esperamos pasaron con lentitud escalofriante. Noté mi corazón hundirse dolorosamente en mi pecho y, por lo que expresaba el rostro de Van Helsing, deduje que él también sentía alguna clase de temor o aprensión a lo que se venía. Temía lo que Renfield tuviera que decir. Estaba genuinamente atemorizado por ello, pero con la convicción de que lo que se venía era mi culpa, pues sabía de hombres que habían oído a la guardia de la muerte. La respiración del pobre hombre no eran sino bocanadas inciertas de ser continuadas. Cada instante parecía que iba a abrir los ojos y hablar, pero entonces llegaba una larga, prolongada y estertorosa respiración y volvía a caer en una insensibilidad que parecía que iba a volverse permanente. Habituado como estaba a compaginar camillas y la Muerte, la incertidumbre creció y creció en mi interior. Casi podía oír el latir de mi propio corazón y la sangre que corría por mis sienes me martilleaba la cabeza. El silencio acabó volviéndose agónico. Miré a mis acompañantes, uno tras otro, y vi en sus rostros compungidos y ceños caídos que estaban sufriendo una tortura similar. Había un enorme suspenso sobre todos nosotros, como si hubiéramos escuchado alguna horrible campana que pudiera resonar con potencia cuando menos lo esperáramos.
Finalmente, llegó un momento en el que era evidente que le estábamos perdiendo cada vez más rápido; moriría en cualquier momento. Alcé la vista hacia el Profesor y pillé su mirada fija en la mía. Su rostro mostró severidad conforme hablaba:
–No hay tiempo que perder. Sus palabras podrían salvar muchas vidas; he estado pensando y esta es mi conclusión final. ¡Podría haber almas en juego! Debemos operar justo sobre la oreja.
Sin una palabra más, comenzó a operar. Por un instante las respiraciones continuaron siendo estertorosas. Después, vino una respiración tan prologada que parecía que su pecho fuera a estallar. De golpe, sus ojos se abrieron y quedaron fijos en una expresión salvaje, más allá de cualquier salvación. Continuó así durante un breve tiempo; después, su expresión se suavizó a una grata sorpresa y de sus labios salió un suspiro de alivio. Se movió convulsionante y, al hacerlo, dijo:
–Estaré tranquilo, Doctor. Diles que me quiten la chaqueta de fuerza. He tenido un sueño terrible y me ha dejado tan débil que no me puedo mover. ¿Qué le pasa a mi cara? Se siente hinchada y duele como mil demonios –. Trató de girar la cabeza, pero incluso ese esfuerzo hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas de nuevo, así que la devolví a su sitio. Entonces, Van Helsing le dijo con un tono bastante severo:
–Cuéntanos tu sueño, Señor Renfield –conforme oía la voz, su rostro se iluminó, incluso a través de su mutilación, y dijo:
–Esto es, Doctor Van Helsing. ¡Qué bien que esté usted aquí! Deme algo de agua, mis labios están resecos, y así podré tratar de contárselo. Soñé –se paró y pareció ir a desvanecerse, llamé discretamente la atención de Quincey –. El brandy… está en mi estudio, ¡rápido! –Se marchó apresuradamente y volvió con un vaso, el decantador de brandy y una garrafa de agua. Le humedecimos los labios parcheados y pudimos verlo recuperarse ante nuestros ojos. Sin embargo, seguía dando la sensación de que su pobre cerebro herido había estado trabajando entretanto pues, cuando estuvo lo suficientemente consciente, me miró fijamente con una agónica confusión que jamás olvidaré y dijo:
–No debes engañarte; no fue un sueño, más lúgubre realidad –. Entonces, sus ojos barrieron la habitación. Tras posarse en las dos figuras sentadas pacientemente en el borde de la cama, continuó:
–Si no estaba ya antes seguro, lo sabría por ellos –durante un instante sus ojos se cerraron; no con dolor o somnolencia, sino voluntariamente, como si le estuviera costando toda su fuerza de voluntad el hacerlo; cuando los volvió a abrir dijo, apresuradamente y con más energía de la que había mostrado hasta entonces –. Rápido, Doctor, rápido. ¡Estoy muriendo! Siento que no me quedan sino escasos minutos y, después, debo volver a la muerte… ¡o algo peor! Humedece mis labios con brandy otra vez. Tengo algo que decir antes de morir; o antes de que mi pobre y machacado cerebro muera, sea lo que sea. ¡Gracias! Fue aquella noche tras dejarme tú, cuando te imploré que me dejaras marchar. No podía hablar entonces, pues sentía mi garganta cerrada; pero estaba cuerdo entonces, excepto en un aspecto, tal y como ocurre ahora. Estaba agonizando, desesperado, durante mucho tiempo tras dejarme; se sintieron como horas. Entonces, me sobrevino una súbita paz. Mi cerebro pareció calmarse de nuevo y me di cuenta de donde estaba. Oí a los perros ladrar tras nuestra casa, ¡pero no donde Él estaba! –conforme hablaba, Van Helsing no pestañeó, pero su mano se extendió hasta la mía y la agarró con fuerza. Sin embargo, no se traicionó a sí mismo; asintió ligeramente y dijo:
–Continúe –en voz muy baja. Renfield así lo hizo:
–Él vino por la ventana en la niebla, como tantas veces antes; pero ahora era sólido… No un fantasma y sus ojos eran fieros como los de un hombre furibundo. Se reía con su boca roja; los afilados dientes brillando bajo la luz de la Luna cuando se giró sobre la línea de árboles, hacia donde los perros ladraban. No pude pedirle antes que viniera a mí, aunque sabía que él quería… igual que siempre había querido. Empezó entonces a prometerme cosas… No con palabras, sino con hechos –fue interrumpido por el Profesor:
– ¿Cómo?
–Haciendo que las cosas ocurrieran; igual que cuando solía mandar a las moscas cuando el Sol brilla alto. Grandes y gordas, con acero y zafiros en sus alas; y grandes polillas, en la noche, con calaveras y huesos cruzados en sus espaldas –Van Helsing asintió mientras me susurraba, casi sin consciencia de ello:
–La…Acherontia atropos de los Sphinginae… lo que comúnmente se conoce como «Esfinge de la Muerte Africana» –el paciente continuó, sin pausarse ni un segundo:
–Entonces, comenzó a susurrar: «Ratas, ratas, ¡ratas! Cientos, miles, millones de ellas y todas y cada una de ellas una vida y los perros las cazan, así como los gatos. ¡Todo vive! Toda la sangre roja, con años de vida fluyendo por ella ¡y no meras moscas zumbando!» Me reí de él, pues quería ver lo que haría. Entonces, los perros aullaron en la lejanía, más allá de los oscuros árboles de Su casa. Me increpó a acercarme a la ventana. Me levanté y miré, y Él alzó sus manos y pareció hacer un llamamiento sin emitir palabra alguna. Una masa oscura se extendió sobre la hierba, tomando la forma de una llama ardiente y, entonces, Él manipuló la neblina de izquierda a derecha y pude ver miles de ratas con sus ojos de un rojo centelleante; como los suyos, pero más pequeños. Alzó una mano, todas pararon y creo que parecía estar diciendo: «Todas estas vidas te daré, ah, y muchas más y mayores, a través de interminables eras, ¡si te rindes y me adoras!» Fue entonces cuando una nube roja, del mismo tono que la sangre, pareció cernirse sobre mis ojos y, antes de que me diera cuenta de qué estaba haciendo, me encontré abriendo el encaje de la ventana y diciéndole: «Entra, ¡mi Amo y Señor!» Las ratas habían desaparecido por completo, pero Él se deslizó dentro del cuarto a través de la rendija que le había dejado, aunque la había aflojado menos de diez centímetros... Tal y como la propia Luna muchas veces entra a través de la más leve de las rendijas y se alza ante ti en todo su tamaño y esplendor.
Su voz era más débil, así que le humedecí los labios en brandy de nuevo y continuó, pero parecía como si su memoria hubiera continuado en un intervalo de la historia mucho más avanzado. Iba a decirle que retrocediera cuando Van Helsing me susurró:
–Déjale seguir. No le interrumpas; no puede retroceder y puede que no pueda avanzar de nuevo si pierde una sola vez el hilo conductor.
Continuó:
–Todo el día esperé a oír de él, pero no dio señales de vida, lo más mínimo y, cuando la Luna se alzó en el cielo, estaba bastante enfadado con él. Cuando se coló por la ventana, a pesar de que estaba cerrada, sin tan siquiera llamar, me encaré, furioso con él. Él me miró con desdén y su pálido rostro se centró en la niebla, con sus ojos rojos centelleando, y empezó a pasearse como dueño y señor, como si yo no fuera anda. Ni siquiera olía igual cuando pasaba a mi lado. No podía aguantarlo. Creía que, de alguna forma, la Señora Harker había entrado al cuarto.
Los dos hombres sentados en la cama se levantaron y se aproximaron, quedándose detrás de él de forma que no podía verlos, pero ellos podían escucharle mejor. Ambos se mantuvieron en silencio, pero el Profesor se quedó mirándoles fijamente y se estremeció. A la par, su rostro se volvió más sombrío y aún más severo. Renfield continuó hablando, sin darse cuenta de nada:
–Cuando la Señora Harker vino a verme esta tarde no era la misma de antes; era como el té después de que la tetera haya sido aguada –aquí, todos nos levantamos, pero nadie dijo una palabra; él continuó –. No sabía que ella estaba aquí hasta que habló y, al hacerlo, no parecía la misma. No me agrada la gente pálida; me gustan los que rebosan sangre y ella parecía haberse quedado sin ella. No pensé en ello en el momento en sí, pero, cuando se fue, comencé a hacerlo y me puse furioso al darme cuenta de que Él había estado quitándole la vida –. Pude sentir como el resto se estremecían, al igual que yo, manteniéndose sin embargo tan quietos como les fue posible –. Así que, cuando Él vino esta noche, Le estaba esperando. Vi la niebla colocarle por los entresijos y la agarré con fuerza. Había oído que los locos poseen una fuerza sobrehumana y era bien sabido que yo era un loco… al menos, de tiempo en tiempo… así que decidí usar mi poder. ¡Ah! Él la sintió también, pues tuvo que salir de la niebla para forcejear conmigo. Le sujeté con fuerza y, aunque estaba a punto de ganar, pues no quería que Él siguiera parasitándole la vida, vi Sus ojos. Ardían en mí y toda mi fuerza se escurrió entre mis dedos. Consiguió desasirse de mí y, cuando traté de volver a retenerLe, Él me alzó y tiró al suelo. Había una nube roja frente a mí y el ruido de un trueno y la niebla parecía desvanecerse bajo la puerta –su voz estaba volviéndose cada vez más débil y sus respiraciones más estertorosas. Van Helsing se irguió, casi por instinto.
–Ya conocemos la peor parte –dijo –; Él está aquí y conocemos su propósito. Puede que no sea demasiado tarde. Armémonos… igual que lo hicimos la otra noche, pero sin perder un segundo; el tiempo vuela –. No había necesidad de azuzarnos, ni asustarnos con palabras; todos teníamos un objetivo común. Nos apresuramos y tomamos de nuestros cuartos las mismas cosas que teníamos cuando entramos en la casa del Conde. El Profesor tenía las suyas listas y, cuando nos encontramos en el comedor, dijo:
–No las voy a dejar en ningún momento, ni lo haré hasta que este desgraciado negocio haya terminado. Sed sabios vosotros también, mis amigos. No estamos tratando con un enemigo normal. ¡Es decir! ¡Es decir! ¡Que la querida Madam Mina podría estar sufriendo! –Se paró, su voz rota, y sin yo poder saber si era la ira o el terror lo que dominaban mi propio corazón.
Nos paramos en la puerta de los Harker. Art y Quincey se quedaron en la retaguardia, el primero diciendo:
– ¿Está bien que la molestemos?
–Debemos –dijo Van Helsing, ominosamente –. Echaremos abajo la puerta si hace falta.
– ¿No la asustaría terriblemente? ¡No es algo habitual el allanar el cuarto de una dama!
Van Helsing dijo, solemnemente:
–Como siempre, tienes razón; pero esto es cuestión de vida o muerte. Todas las habitaciones son iguales para el doctor e incluso si no lo fueran lo son para mí esta noche. Amigo John, cuando gire la manivela, si la puerta no se abre, apoya tu hombro y empuja y vosotros también, mis amigos. ¡Ahora!
Giró la manivela mientras hablaba, pero la puerta no cedió. Nos tiramos contra ella, y se abrió con un crujido y casi nos caímos de frente. El Profesor, de hecho, sí se cayó y puede observar cómo se recomponía y levantaba apoyándose en manos y rodillas. Lo que vi me causó repulsión. Noté como todo el vello en la parte trasera de mi cuello se erizaba y mi corazón dejó de bombear durante un momento.
La luz de la Luna brillaba tanto que incluso a través de las gruesas persianas amarillas iluminaba lo suficiente como para poder ver. Sobre la cama bajo la ventana yacía Jonathan Harker, con su rostro enrojecido y respirando con dificultad, como si estuviera en un estado de estupor. Arrodillada cerca del borde de la cama dándonos la espalda estaba la figura vestida de blanco de su mujer. Junto a ella se alzaba un hombre alto y delgado, vestido de negro. Su rostro se giró hacia nosotros, y así todos reconocimos al instante al Conde (en todo aspecto, incluso la cicatriz de su frente). Con su mano izquierda sostuvo ambas manos de la Señora Harker, manteniéndolas separadas con sus brazos totalmente en tensión; su mano derecha agarrándola por la nuca, obligándola a mirar hacia su pecho. Su camisón blanco estaba regado de sangre y un delgado reguero descendía por el pecho desnudo del hombre, que se mostraba a través de una túnica brutalmente rasgada. La actitud de ambos recordaba escalofriantemente a un niño forzando la nariz de un cachorro de gato en platillo con leche para convencerle de beber.
Conforme nos apresuramos a entrar en el cuarto, el Conde se giró hacia nosotros y nos dedicó una mirada infernal que reconocí al instante de las descripciones que me habían dado. Sus ojos centellaban, rojos, con pasión demoniaca; los orificios de su pálida nariz aguileña estaban completamente abiertos y temblaban en sus extremos; y los afilados dientes, tras unos labios rebosantes por la boca llena de sangre, chocaban entre sí como aquellos de una bestia salvaje. Con un giro brusco, con el que tiró a su víctima de vuelta a la cama como si acabara de caer desde un alto, se terminó de girar hacia nosotros y se lanzó al ataque. Pero esta vez el Profesor había ganado la distancia necesaria y sujetaba hacia él el sobre que contenía la Hostia Sagrada. El Conde se paró en seco, justo como la pobre Lucy había hecho a las puertas de su tumba, y se achacó hacia atrás. Cuanto más para atrás se echaba, más avanzábamos nosotros con nuestros crucifijos.
La luz de la Luna disminuyó de golpe, al pasar una gran nube negra por el cielo y, cuando la luz de gas se extendió al encender una cerilla Quincey, no vimos salvo un débil humillo. Este, conforme mirábamos, salió por debajo de la puerta que, con el retroceso provocado por abrirla de golpe, había vuelto a su posición inicial. Van Helsing, Art y yo nos movimos hacia la Señora Harker, que a estas alturas ya había recuperado el aliento y había gritado tan enloquecidamente, tan estridentemente, tan desesperadamente, que me dio la sensación de que el sonido permanecería en mis tímpanos hasta el día de mi muerte. Durante unos escasos segundos permaneció tirada, totalmente desolada, sin remedio. Su rostro estaba cadavérico, con una palidez que no estaba sino acentuada por la sangre que se veía esparcida por sus labios, mejillas y barbilla; desde su cuello se podía discernir un delgado discurrir de sangre; sus ojos estaban enloquecidos de puro terror. Entonces, enterró el rostro en sus castigadas manos, que eran prueba evidente del terrible agarre del Conde y, de detrás de las mismas nos llegó un gemino desolado que hizo el horrible grito previo parecer tan solo una leve expresión de su infinita pena. Van Helsing se acercó y la cubrió delicadamente con la colcha mientras Art, tras mirar su rostro durante un instante con aire descorazonado, se apresuró fuera del cuarto. Van Helsing me susurró:
–Jonathan está en un estado de estupor como el que sabemos solo el Vampiro puede producir. No podemos hacer nada por Madam Mina hasta que ella misma haya empezado a recuperarse; ¡debemos despertarle! –Hundió el extremo de una toalla en agua fría y empezó a golpearle el rostro con ella, mientras su mujer continuaba con el rostro enterrado en sus manos mientras lloraba con gimoteos que me rompieron el corazón. Alcé las persianas y miré al exterior. Había ahora mucha luz de luna y, mientras miraba por la ventana, pude ver a Quincey Morris correr a través de la propiedad y esconderse entre las sombras de un gran tejo negro. Me descolocó, no sabiendo por qué hacía aquello, pero al momento oí a Harker gritar conforme se despertaba parcialmente, así que me giré hacia la cama. En su rostro, como era de esperar, había un gesto de sorpresa casi animal. Pareció estar mareado unos instantes y luego su consciencia completa pareció volverle de golpe, levantándose. Su mujer se mostró nerviosa ante el movimiento rápido y se giró hacia él con sus brazos abiertos, como para abrazarle. Sin embargo, casi al momento, volvió a cerrarlos, encogiéndose de hombros todo lo posible y volviendo a enterrar el rostro en las manos, temblando tanto que la cama bajo ella comenzó a temblar.
–Por Dios, ¿qué significa todo esto? –gritó Harker –. Doctor Seward, Doctor Van Helsing, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué problema hay? Mina, querida, ¿qué te ocurre? ¿De dónde viene toda esta sangre? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡¿Cómo hemos acabado así?! –y, arrodillándose con la fuerza de su propio cuerpo, juntó sus manos en un arrebato enloquecido –. ¡Dios Bendito, ayúdanos! ¡Ayúdala! Oh, ¡ayúdala a ella! –Con un rápido movimiento se puso en pie de la cama y empezó a vestirse…todo él pareció despertarse al instante al darse cuenta de que iba a necesitar de toda su fortaleza –. ¿Qué ha pasado? ¡Contádmelo todo! –gritó, sin pausarse ni un instante –. Doctor Van Helsing, quiere usted a Mina, eso lo sé bien. Oh, haga algo para salvarla. No puede estar todo ya perdido. ¡Vigiladla mientras voy a por Él! -Su mujer, a pesar del pánico, el terror y el desasosiego, fue capaz de discernir el peligro que se presentaba para su marido: olvidándose de sus propias desgracias al instante, lo agarró con fuerza y gritó:
– ¡No! ¡Jonathan, no! No debes dejarme. He sufrido demasiado esta noche. Dios es testigo de que mi mayor terror es hacerte daño. Debes quedarte conmigo. ¡Quedarte con estos amigos que te protegerán! –Su expresión se volvió frenética conforme iba hablando y él, inclinándose hacia ella, fue hecho sentarse en un lateral de la cama, donde ella se le agarró con fiereza.
Van Helsing y yo tratamos de calmarles a ambos. El Profesor alzó su pequeño crucifijo dorado y, con admirable calma, dijo:
–No temas, querida mía. Aquí estamos y, mientras estemos así de cerca de ti, enemigo alguno podrá acercarse. Estás a salvo por esta noche y deberemos calmarnos todos para poder reunirnos juntos –. Ella tembló en silencio, con su cabeza inclinada sobre el pecho de su marido. Cuando la alzó, el camisón blanco de él estaba manchado de sangre allí donde sus labios lo habían rozado y donde la pequeña herida de su cuello había dejado caer gota tras gota. El instante en que ella fue consciente, se alejó, con un débil gemino, susurrando, en mitad de un llanto ahogado:
-Mancillada, ¡mancillada! Jamás debo volver a tocarlo o besarlo. Oh, que sea ahora quién soy su peor enemigo y aquel a quién más razón tiene para temer –. Ante esto, él replicó con resolución:
–Tonterías, Mina. Me apena oírte decirme tales cosas. Las obviaré, incluso si vienen de ti; de hecho, no las oiré venir de ti. Dios igual me juzga por mis renuncias y me castiga con un sufrimiento más duro aún que esta hora, ¡si cualquier cosa intenta interponerse entre nosotros! –extendió los brazos y la atrapó en un abrazo contra su pecho y, por cierto tiempo, ella se quedó quieta, llorando. Él nos miró a todos nosotros por encima de su cabeza inclinada, con ojos que se abrían y cerraban llorosos sobre su nariz, todavía temblequeante; su boca se había convertido en una línea dura como el acero. Tras cierto tiempo, sus sollozos se hicieron cada vez menos constantes y más débiles y, finalmente, me dijo, con una calma estudiada que estaba en lucha constante contra todos sus nervios:
–Y ahora, Doctor Seward, cuéntamelo todo. Demasiado bien me conozco el panorama general; cuéntame todos los detalles tal cual ocurrieron –le relaté exactamente todo lo que había pasado y él me escuchó con aparente impasividad, pero las aletas de su nariz se arrugaron en más de una ocasión y sus ojos centellearon cuando le dije como de brutales las manos de Conde habían sido cuando sujetó a su mujer en tal terrible y horrible posición, con su boca abierta sobre su pecho. Me pareció curioso que, incluso en aquel momento, incluso en aquellas circunstancias, ver que mientras su rostro estaba pálido con una pasión convulsa que solo se veía sobre la cabeza agachada, las manos todavía podían acariciar con delicadeza y cariño su pelo.
En cuanto hube terminado, Quincey y Godalming llamaron a la puerta. Entraron obedientemente a nuestro reclamo. Van Helsing me miró, interrogante. Entendí que me recordaba que, si queríamos continuar llevando ventaja de su llegada para evadir si era posible los pensamientos de la triste pareja (tanto ellos mismos como el resto de nosotros), así que asentí en conformidad y él les preguntó qué habían hecho o visto. A esto, Lord Godalming respondió:
–No le pude ver en ningún punto del pasaje, o cualquiera de los cuartos. He mirado en su estudio, pero, aunque ha estado allí, ya no lo está. Sin embargo, él había… –se paró de golpe, mirando a la pobre figura tirada en la cama. Van Helsing dijo, con gravedad:
– ¡Continúa, amigo Arthur! No queremos aquí más precauciones. Nuestra esperanza recae ahora en saberlo todo. ¡Habla con libertad!
Y, así, Art continuó:
–Había estado allí y, aunque tuvo que ser por menos de un minuto, había dejado el lugar hecho un desastre. La totalidad del manuscrito había sido quemado y las llamas azules titilaban entre la ceniza blanca; todos los cilindros de su fonógrafo habían corrido la misma suerte y la cera no había sino avivado las llamas –. Aquí le interrumpí:
– ¡Gracias a Dios que la segunda copia está a buen recaudo! –su rostro se iluminó durante un instante, pero después volvió a ensombrecerse conforme continuaba:
–Corrí escaleras abajo, pero no vi rastro alguno de su presencia. Entré al cuarto de Renfield, pero no había ninguna pista a seguir excepto… –De nuevo, aunque excitado, se paró.
–Continúe –dijo Harker con voz ronca. Por lo que inclinó la cabeza y se humedeció los labios con la lengua antes de añadir:
–...excepto que el pobre hombre está muerto –. La Señora Harker alzó el rostro, mirándonos de uno en uno antes de decir, con solemnidad:
– ¡Sea así la voluntad de Dios! –No pude evitar tener la sensación de que Art nos estaba ocultando algo, más, como entendí que tenía una razón de ser, no dije nada. Van Helsing se giró hacia Morris para preguntarle:
–Y tú, amigo Quincey ¿tienes algo que contarnos?
–Algo tengo -replicó -. Puede que se convierta en mucho, eventualmente, pero ahora mismo no pongo la mano el fuego. Pensé que sería interesante saber si es posible a dónde iría el Conde cuando abandonó la casa. No le vi, pero vi a un murciélago alzar el vuelo desde la ventana de Renfield y aletear hacia el oeste. Esperaba verle volver de una forma u otra a Carfax, pero evidentemente encontró refugio en otro lugar. No volverá esta noche; pues el cielo está enrojeciendo por el Este, así que el alba está cerca. ¡Mañana deberemos afanarnos!
Esto último lo dijo entre dientes. Durante lo que debieron ser un par de minutos hubo silencio y creí oír el sonido de nuestros corazones latiendo. Entonces, Van Helsing dijo, posando una mano muy dulcemente en la cabeza de la Señora Harker:
–Ahora, Madam Mina…pobre, querida, queridísima Madam Mina…dinos exactamente qué ha ocurrido. Dios sabe que no quiero que sufras, pero es urgente que todos lo sepamos. Pues ahora más que nunca todo el trabajo que hagamos debe ser rápido, ágil y no falto de valor. El día se acerca en el que todos nosotros tengamos que acabar con todo esto, si así debe ser, y ahora tenemos la oportunidad para aprender y, así, sobrevivir.
Mi pobre, querida dama se estremeció y puede ver cómo se tensaba mientras asía a su marido más y más cerca de sí misma y hundía más y más la cabeza en su pecho. Entonces, se irguió con orgullo y tendió una mano a Van Helsing, que la tomó en la suya y, tras inclinarse para besarla con reverencia, la aferró con energía. La otra mano estaba atrapada en la de su marido, que tenía su otro brazo en torno a ella, protector. Tras una pausa en la que ella evidentemente estaba ordenando sus pensamientos, comenzó:
–Tomé la tónica para dormir que tan amablemente me habías preparado, pero durante bastante tiempo no surtió efecto. Parecía, de hecho, que cada vez estaba más despejada y miríadas de horribles pensamientos empezaron a invadir mi mente…todos ellos conectados con la Muerte y vampiros…con sangre, con dolor, con problemas –su marido gruñó involuntariamente conforme ella se giraba hacia él con cariño –. No temas, cariño. Debes ser valiente y fuerte y ayudarme a superar tan horrible tarea. Si tan solo supieras el esfuerzo que me supone el contar tan horrible hecho, entenderías lo mucho que necesito de tu ayuda. Bien; me di cuenta de que debía de intervenir para que la medicina acabara surtiendo efecto, si es que iba a hacerme algún bien, por lo que me concentré en quedarme dormida. De hecho, el sueño no tardó mucho en invadirme, pues no recuerdo nada más. Jonathan entrando no me despertó, pues yacía junto a mí en mi siguiente memoria. El cuarto estaba invadido por la misma tenue niebla en la que me había fijado antes. Sin embargo, y no recuerdo si esto os lo he contado antes; hay una entrada en mi diario en la materia, luego la busco, sentí el mismo vago temor que me había invadido anteriormente, con la misma presencia. Me giré para despertar a Jonathan, solo para darme cuenta de que su sueño era tan profundo que parecía que él fuera el que estaba medicado, en vez de yo misma. Lo intenté, pero no pude despertarle. Esto me causó un gran pánico y empecé a vigilar en torno a mí, aterrorizada. Entonces fue cuando, efectivamente, se me heló la sangre: junto a la cama, como si acabara de salir de la niebla misma (o, mejor dicho, como si la niebla hubiera adoptado su forma, pues esta había desaparecido por completo) había un hombre alto y delgado, vestido de los pies a la cabeza de negro. Le reconocí al instante por las descripciones dadas por terceros. La cara de un pálido enfermizo, la nariz aguileña remarcada por una débil luz blanca, los rojos labios cuarteados con sus dientes largos y afilados entre ellos y los ojos rojos que creí haber visto en el atardecer en las ventanas de la Iglesia de Saint Mary en Whitby. Sabía, también, que la cicatriz roja en su frente estaba allí donde Jonathan le había golpeado. Durante un instante, se me paró el corazón y podía haber gritado, pero mi cuerpo entero estaba paralizado. En mitad de aquella calma, me habló con un suspiro casi cariñoso, a la vez que parecía cortar el aire, señalando a Jonathan: « ¡Silencio! Si haces un solo ruido, tomaré posesión de él y le reventaré la cabeza mientras te hago mirar». Sentí repulsa, horrorizada, demasiado desconcertada para actuar o hablar. Con una sonrisa burlona, posó una mano en mi hombro y, asiéndome con firmeza, me agarró del cuello, diciendo mientras lo hacía: «Pero antes, un pequeño aperitivo como recompensa a mis esfuerzos. No te hará ningún bien protestar; no es la primera vez, ni tampoco la segunda, que tus venas han aplacado mi sed». Estaba en un estado de completa incredulidad y, extrañamente, no quería resistirme a él. Supongo que es parte de esta horrible maldición, de lo que ocurre cuando su roce alcanza a su víctima. Y, ¡oh Dios mío! ¡Dios, ten piedad de mí! ¡Él posó sus hediondos labios sobre mi cuello! –Su marido gimió de nuevo. Ella agarró su mano con aún más fuerza y le miró con pena, como si él fuera el herido, antes de continuar –sentí como toda mi fuerza abandonaba mi cuerpo y me quedaba en un estado de semi-inconsciencia. No sé cuánto tiempo duró tan horrible sensación, pero me pareció que pasó mucho tiempo antes de que retirara su maligna, nauseabunda boca. ¡La vi gotear sangre fresca! –El recuerdo pareció subyugarla temporalmente, dejándose caer. De no haber sido por el sustento del brazo de su marido, se hubiera derrumbado. Con gran esfuerzo, se repuso para continuar –después, me habló en tono burlesco; «Entonces tú, tal y como todos los demás, vas a tratar de ganarme en astucia. Ayudarás a estos hombres a cazarme ¡y frustrar mis planes! Ahora sabes, como ellos en parte también saben ya y sabrán con seguridad dentro de no demasiado, lo que significa cruzarse en mi camino. Deberían haber reservado sus fuerzas, para una vez hubieran llegado a las proximidades de la residencia. Mientras ellos jugaban a ser más inteligentes que yo…que yo, que he comandado naciones e intrigado para ellas y luchado para ellas cientos de años antes de que fueran siquiera concebidos…estaban luchando contra marea. Y tú, su más amada, ahora eres para mí; carne de mi carne, sangre de mi sangre, mi igual; mi copioso viñedo durante cierto tiempo y, más tarde, no serás sino mi compañera y fiel servidora. Serás vengada cuando llegue el momento, pues ni uno solo de ellos sabrá satisfacer tus necesidades. Pero todavía debes ser castigada por lo que has hecho. Has ayudado a frustrar mis planes, ahora responderás a mi llamada. Cuando mi mente diga “¡Ven!”, deberás atravesar mares y montañas para hacer mi voluntad ¡y así acabar con todo esto!» Tras decir aquello, se rasgó la camiseta y, con sus largas y afiladas uñas se abrió una vena del pecho. Cuando la sangre empezó a salir a borbotones, tomó mis manos en una de las suyas, las sujetó con fuerza y con la otra agarró mi cuello y presionó mi boca contra la herida, para que o bien me asfixiara o tragara parte de la… ¡Oh, Dios mío! ¡Dios bendito! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho para merecer tal destino? Yo, que he tratado de ser la más piadosa y justa todos los días de mi vida. ¡Dios me tenga en su piedad! ¡Mira a esta pobre alma que está en un peligro peor que mortal y ten merced de aquellos que le son queridos! –Después, empezó a frotarse los labios como si quisiera eliminar toda suciedad de estos.
Conforme iba contando su horrible historia, el Sol empezó a asomar por el Este, añadiendo claridad al ambiente junto a la narración. Harker estaba muy quieto, en completo silencio; pero en su rostro, conforme la terrible narración continuaba, su mirada comenzó a turbarse más y más con la luz de amanecer, hasta que los primeros rallos rojizos del alba hicieron acto de presencia, haciendo que su piel pareciera haber oscurecido en contraste al pelo ahora blanquecino.
Acordamos que siempre habría uno de nosotros listo para atender a la desgraciada pareja hasta que todos pudiéramos volvernos a juntar y trazar un plan de acción.
De algo sí que estoy seguro: el Sol no se va alzar hoy en toda su ruta en un hogar más miserable que el nuestro.
DIARIO DE JONATHAN HARKER
3 de Octubre
Como no haga algo, voy a perder la razón, así que escribiré esta entrada. Son ahora las seis de la tarde y nos vamos a encontrar en el estudio en media hora para comer algo; pues el Doctor Van Helsing y el Doctor Seward han concluido que si no comemos no podremos rendir al máximo. Y nuestro máximo, Dios lo sabe, va a ser requerido hoy. Debo escribir siempre que pueda, pues no me atrevo a quedarme a solas con mis pensamientos. Todos, pequeños y grandes, deben quedar registrados; puede que, al final, el más nimio de los detalles sea el de más valor. La experiencia adquirida, de anecdótica a transformadora, no podría habernos dejado en sitio aún peor que en el que estamos ahora. Sin embargo, debo confiar y tener esperanza. Así me lo ha pedido la pobre Mina, ahora mismo, con lágrimas surcándole sus adoradas mejillas; de esto se tratan los problemas y pruebas a las que nuestros destinos nos están sometiendo…que debemos seguir confiando y que Dios nos ayudará al final. ¡Al final! Oh, ¡Dios mío! ¿Cuándo…? ¡A trabajar! ¡A trabajar!
Cuando el Doctor Van Helsing y el Doctor Seward han vuelto de ver al pobre Renfield, hemos entrado en materia con absoluta seriedad. Primero, el Doctor Seward nos ha dicho que, cuando él y el Doctor Van Helsing bajaron al cuarto inferior, habían encontrado a Renfield yaciendo en el suelo, completamente desplomado. Su rostro estaba lleno de moretones y brutalmente deformado y todos los huesos de su cuello se habían roto.
El Doctor Seward le preguntó al asistente que estaba encargado del pasaje si había oído algo. Le contestó que había estado sentado (medio adormilado, confesó) cuando oyó voces gritando en el cuarto y, entonces, Renfield empezó a pedir ayuda a gritos una y otra vez « ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!», tras lo cual se oyó el sonido de algo cayendo y, cuando entró en la habitación, se lo encontró tirado en el suelo, boca abajo, en la posición exacta en que los médicos lo habían visto. Van Helsing le preguntó si había oído «voces» o «una voz» y él dijo que no estaba seguro; que al principio le habían parecido dos, pero que luego no había nadie en el cuarto, así que tenía que haber sido solo una. Estaba dispuesto a atestiguar, si fuera necesario, que la palabra «Dios» había sido mencionada por el paciente. El Doctor Seward nos dijo, una vez solos, que no deseaba entrar en mucho detalle; la pregunta que podría hacer el asistente era a ser considerada, y nunca para ralentizar la búsqueda de la verdad, pues nadie creería la verdad. Conforme estaban las cosas, pensó que, con el testimonio del asistente, podría expedir un certificado de defunción por accidente al caer de la cama. En caso de que el forense lo requiera, habría una investigación oficial, que debería llegar a la misma conclusión.
Cuando la pregunta empezó a ser discutida para saber cuál sería nuestro siguiente paso, lo primero que decidimos fue que Mina debía estar al corriente de todo; nada debía ocultársele, por dolorosa o grotesca que fuera la materia. Ella misma agradeció tan sabia decisión y fue doloroso ver a alguien tan valiente, tan llena de pena y cargando con tanta desesperación.
–No debe haber secretos entre nosotros. ¡Sea pues! Tenemos mucho que hacer ya. Además, no hay nada en el mundo que pueda resultarme más doloroso que por lo que ya he pasado… ¡por lo que sigo pasando ahora mismo! Pase lo que pase, debe de traernos nuevas esperanzas, ¡o nuevo valor para mí! –Van Helsing la miraba fijamente mientras hablaba y dijo, repentinamente pero en voz baja y delicada:
–Más, mi querida Madam Mina; ¿no tienes miedo; no por ti misma, pero por otros fuera de ti, tras lo que ha pasado? –El rostro de ella se volvió severo, con las facciones más marcadas, pero sus ojos brillaron con la devoción de un mártir al responder:
–Ah, ¡no! ¡Pues tengo mi plan claro!
– ¿Cuál sería? –preguntó él, gentilmente, mientras todos nos quedábamos muy quietos, pues cada uno tenía una vaga idea de a qué se podía referir. Su respuesta llegó cargada de una simplicidad muy directa, como si estuviera meramente describiendo un hecho probado:
–Porque si noto dentro de mí…y es algo que debo controlar con gran detalle…una sola señal de que mi deseo es de dañar a alguien a quién amo… ¡deberé morir!
– ¿Serías capaz de acometer suicidio? –preguntó, con voz ronca.
–Podría; si no tuviera amigos que me amaran, que pudieran librarme de tamaño dolor ¡y tan desesperado esfuerzo! –ella le lanzó una mirada cargada de significado mientras hablaba. Él estaba sentado, pero tras esto se levantó y se acercó a ella, poniendo una mano en su cabeza mientras decía, solemnemente:
–Mi niña, tendrás amigos así si es por tu propio bien. Pues yo mismo podría hacerlo, dispuesto a saldar las cuentas necesarias con Dios por acometer eutanasia por ti, incluso ahora mismo, si así fuera necesario, ¡Na’! ¡Ahora estamos bien! Pero, mi niña… –Durante un instante, pareció coartado y un poderoso gemido subió por su garganta, lo retuvo y continuó –: Aquí hay quienes se podrían siempre entre ti y tu muerte. No debes morir. No debes morir a manos de nadie, mucho menos a manos de ti misma. Hasta que el otro, que ha torcido tu dulce vida, esté verdaderamente muerto no debes morir; pues todavía es ágil con los No-Muertos y tu muerte no lograría salvo convertirte en su igual. No; ¡debes vivir! Debemos luchar y aferrarte a la vida, a pesar de que la muerte parezca de alguna forma indescriptible una bendición ahora mismo. Debes luchar contra la mismísima Muerte, a pesar de que él vendrá a ti tanto en momentos de pena como de dolor; día y noche, ¡a salvo y en peligro! En tu alma sagrada cargo el peso de no poder morir…na’, no pienses en muerte…hasta que este terrible mal haya desaparecido –. Mi pobre amada palideció hasta parecer un cadáver en vida, conmocionada y entre estremecimientos, como si se tratara de arenas movedizas con el cambio de mareas. Todos estábamos en silencio; no había nada que pudiéramos hacer. Con el paso del tiempo, ella se calmó y se giró hacia Van Helsing, diciendo, con voz dulce, aunque también, ¡oh!, con tanta pena, mientras le daba la mano:
–Te prometo, querido amigo, que si Dios me permite seguir viva, lucharé por así hacerlo; puede entonces, si así lo tiene Él a bien, que todo este horror haya quedado atrás.
Es tan buena y valiente que todos sentimos como nuestros corazones se llenaban de coraje para luchar y aguantar por ella, comenzando así nuestra discusión de qué debíamos hacer. Le dije que debía dejar todos los papeles en la caja fuerte y todos los papeles o diarios y fonógrafos que fuéramos a usar a partir de entonces; así como dejar constancia de todo lo que acontecía, como ya había hecho antes. Estaba tan ilusionada ante la perspectiva de poder hacer algo…si «ilusionada» es una palabra propicia en un contexto tan lúgubre.
Como de costumbre, Van Helsing había pensado ya por todos nosotros y había preparado un organigrama muy preciso con cada una de nuestras funciones.
–Quizás fue una buena idea –dijo –que en nuestra reunión tras la visita a Carfax decidiéramos no hacer nada con las cajas de madera que allí yacían. Si hubiéramos actuado, el Conde podría haber adivinado nuestro objetivo y, sin lugar a dudas, haber tomado medidas para frustrar con ventaja todo esfuerzo con respecto al resto, pero ahora no conoce nuestro propósito. Na’, aún más, más que posiblemente, no sabe que existe un poder tal que puede esterilizar sus dominios, de forma que no pueda usarlos como antes. Ahora tenemos mucha más información sobre su disposición que, cuando examinamos la casa en Piccadilly, podríamos rastrear hasta el último de ellos. En consiguiente, hoy es para nosotros; y en ello se sustentas nuestras esperanzas. El Sol que se alza sobre nuestra desgracia será el que nos proteja mientras esta dure. Hasta que caiga esta misma noche, ese monstruo tendrá que permanecer donde sea que esté ahora. Está confinado a las limitaciones de su carcasa terrenal. No puede evaporarse en el aire o desaparecer por algún resquicio o recoveco. Si decide atravesar una puerta, deberá abrirla como cualquier mortal. Y así tenemos este día para localizar todas sus guaridas y esterilizarlas. Así debemos actuar, en caso de que no logremos atraparlo y destruirlo; llevarlo a la bahía hasta algún punto donde la captura y destrucción puedan ocurrir, llegado el momento, con seguridad –aquí, me levanté pues no pude aguantar tras invadirme la idea de que preciado tiempo estaba escapándosenos entre los dedos -tiempo de la vida de Mina y su felicidad-; mientras hablábamos, actuar era inviable. Pero Van Helsing alzó una mano, casi como advertencia –. Na’, amigo Jonathan –dijo –, en estas circunstancias: «despacito y con buena letra»; como vuestro proverbio dice. Deberemos actuar todos a la par y actuar con increíble rapidez, una vez el momento haya llegado. Pero, piensa, que lo más probable es que la clave de esta situación esté en esa casa de Piccadilly. El Conde tiene muchas casas que ha comprado. De ellas habrá registro de compra, llaves y otros elementos. Tendrá documentos por escrito; tendrá su libro de contabilidad. Hay muchas posesiones que debe tener en alguna parte; si no en este sitio tan central, tan tranquilo, donde va y viene por donde le place en cualquier momento, con un vasto tráfico que impide que se le reconozca. Deberemos ir allí e investigar esta casa y, cuando descubramos que es lo que esconde, entonces haremos lo que comenta nuestro amigo Arthur, en su argot de caza, «parar las tierras» para así ir a prisa a por nuestro viejo zorro… ¿Es así? ¿O no?
–Entonces, déjenos ir todos a la de una –supliqué –, ¡estamos gastando tiempo que no tenemos! –el Profesor ni pestañeó, añadiendo sencillamente:
– ¿Y cómo propones que entremos en esa casa de Piccadilly?
– ¡Sea como sea! –exclamé –. Si hace falta, cometeremos allanamiento.
–Y vuestros cuerpos de la Ley, ¿dónde estarán? ¿Qué tendrán que decir al respecto?
Empecé a tartamudear, frustrado; pero sabía que, si deseaba retrasarlo tendría una buena razón para ello. Así que dije, con toda la calma que fui capaz de canalizar:
–No espere más de lo mínimamente necesario; ya sabe, estoy seguro de ello, la clase de suplicio en el que me encuentro.
–Ah, mi niño, lo sé bien y, de hecho, no hay ninguna clase de malicia por mi parte, tratando de aumentar tu angustia. Más, tan solo piensa en ello, en todo lo que podemos hacer, hasta que los mecanismos entren en funcionamiento. Entonces será cuando llegará nuestra hora. He estado dándole muchas vueltas y me da la sensación que el más simple de los métodos será también el más efectivo. Ahora mismo, lo que deseamos es entrar en esa casa, pero no tenemos llave alguna; ¿estoy en lo cierto? –asentí.
–Ahora, supón que fueras, de verdad de la buena, el dueño de la casa y aun así no pudieras entrar y no tuvieras noción alguna del intruso, ¿qué harías?
–Buscaría a un cerrajero de confianza y le dejaría forzar el cerrojo por mí.
–Y tus cuerpos de la Ley intervendrían, ¿no es así?
–Oh, ¡no! No si saben que el hombre en cuestión se dedica a ello de forma honesta.
–Es decir –me miró fijamente mientras hablaba –, todo lo que se pondría en cuestión sería la moral del empleador y la creencia por parte de la policía sobre si dicho empleador actúa a buena o mala fe. Tu policía debe de estar conformada de hombres genuinamente entusiastas e inteligentes…oh, ¡tan inteligentes! …a la hora de leer el corazón, que se preocupan y gastan el tiempo en tales materias. No, no, mi amigo Jonathan, si vas a forzar el cerrojo de una centena de casas vacías en este tu Londres, o cualquier otra ciudad en el mundo, y, si lo haces de la forma apropiada (y ahora mismo dichas cosas se pueden hacer con mucha eficiencia), nadie interferirá. He leído sobre un caballero que poseía una hermosa casa en Londres y, cuando se fue por unos meses de verano a Suiza y dejó su casa cerrada, un ladrón llegó, rompió una ventana trasera y entró. Después, atravesó la propiedad, abrió las ventanas frontales y empezó a entrar y salir como bien le venía en gana y la policía estaba allí mismo. Entonces, subastó la casa e incluso lo anunció e hizo un gran evento de ello; cuando el día llegó vendió a un afamado subastador todos los bienes que pertenecían a otro hombre. Después, contrató a un conductor y le vendió la casa, llegando al acuerdo que, pasado cierto tiempo, la echaría abajo hasta los cimientos. Y tu policía y otros cuerpos de autoridad le ayudaron a llevar todo esto acabo. Y, cuando el nuevo dueño volvió de sus vacaciones en Suiza, se encontró con un agujero donde su casa había estado. Esto fue todo hecho en règle, tal y como nuestro trabajo tendrá también que estar en règle. No debemos hacerlo tan temprano que la policía que, a esas horas, tienen poco en lo que pensar, podrían considerarlo extraño; debemos ir entonces pasadas las diez en punto, cuando está concurrido y tales cosas se pueden hacer como si, efectivamente, fuéramos los dueños de la casa.
No podía evitar pensar en lo acertado que él estaba y la horrible desesperación en el rostro de Mina se relajó un poco; ¡aún hay esperanza para nuestro consejo! Van Helsing continuó:
–Una vez estemos en el interior de la casa, podría ser que halláramos más pistas; en cualquier caso, alguno de nosotros puede quedarse aquí mientras el resto busca otros lugares donde pueda haber más cajas con tierra; en Bermondsey y Mile End.
Lord Godalming se puso en pie.
–Puedo ayudar. Me pondré en contacto con mi gente para tener caballos y carruajes listos allí donde sea más conveniente.
–Para quieto ahí, viejo amigo –dijo Morris –, es una idea de mente privilegiada el tenerlo todo listo en caso de que queramos ir a caballo, pero, ¿no crees que uno de tus veloces carruajes con todos sus adornos heráldicos en mitad de la bahía de Walworth o Mile End llamarían más atención de la que nos conviene? Me da la sensación de que deberíamos tomar tal medio de transporte cuando vayamos hacia el sur o el este e, incluso entonces, dejarlos cerca del barrio que tenemos como objetivo.
– ¡El amigo Quincey está en lo cierto! –dijo el Profesor –. Su cabeza está perfectamente puesta sobre sus hombros. Es una tarea difícil la que vamos a llevar a cabo y no podemos permitir que otras gentes nos vean, si así se puede evitar.
Mina estaba cada vez más interesada en todo y me ilusionó el ver que la exigencia de la materia la estaba ayudando a olvidar la terrible experiencia de la noche anterior. Estaba muy, pero que muy pálida (de un color casi fantasmagórico) y tan delgada que sus labios parecían deshacerse, mostrando unos dientes que, sin saber muy bien por qué, me parecían más prominentes de lo normal. No mencioné este último detalle, no fuera a ser que le causara aún más daño sin motivo alguno, pero hizo que mi sangre se enfriara en mis venas al pensar en lo que le había pasado a la pobre Lucy tras haber consumido su sangre El Conde. Y, sin embargo, todavía no había signos de los dientes estando más afilados, aunque sabía que el tiempo corría en nuestra contra y que había llegado el momento de temer.
Cuando llegamos al punto de la discusión sobre como organizaríamos nuestros esfuerzos y la disposición de nuestro grupo, aparecieron nuevas semillas de dudas. Finalmente, se concluyó que, antes de ir a Piccadilly, deberíamos destruir la guarida del Conde más cercana. En caso de que se diera cuenta de lo que tramábamos antes de tiempo, estaríamos aun llevando la delantera en nuestra destructiva misión y su presencia sería meramente un obstáculo más al que amoldarnos, que podría incluso darnos una nueva pista.
En lo que respecta al reparto de nuestros recursos, el Profesor sugirió que, tras Carfax, deberíamos ir todos a Piccadilly; que los dos doctores y yo deberíamos quedarnos aquí, mientras Lord Godalming y Quincey buscaban las guaridas en Walworth y Mile End para destruirlas.
–Es posible, si no acaso casi seguro –nos urgió el Profesor –, que el Conde vuelva a aparecer por Piccadilly a plena luz del día y, si esto ocurre, podremos deshacernos de él allí mismo. Sea como fuere, también debemos ser capaces de seguirle valiéndonos exclusivamente de nuestras propias habilidades.
A este plan me opuse categóricamente, hasta el punto de que estaba genuinamente preocupado, pues dije que mi intención era quedarme y proteger a Mina, estaba seguro de que no iba a cambiar de idea en este respecto; pero Mina hizo oídos sordos a mi protesta. Dijo que podrían encontrarse con algún tipo de asunto legal donde yo podría ser útil; que entre los papeles del Conde podría haber alguna pista que yo entendería por mi experiencia en Transilvania; y, sumado a todo esto, toda fuerza física que pudiéramos sumar contra el Conde iba a ser requerida para ser rivales a su extraordinario poder. Tuve que rendirme, pues Mina estaba aún más convencida de su solución que yo mismo; dijo que esta era nuestra última oportunidad, que éramos su última esperanza…que todos deberíamos trabajar juntos.
–En lo que a mí respecta –intervino ella–, no tengo miedo alguno. Las cosas han sido tan horribles como se podría esperar y, pase lo que pase, debemos guardar cierto nivel de esperanza y seguridad. Ve, ¡marido mío! Dios puede guardarme, si así lo desea, tan bien como cualquiera de los aquí presentes.
Empecé allí mismo a gritar entre llantos:
–Entonces, en nombre de Dios, ¡déjanos iniciar esta lucha de una vez, pues todo minuto cuenta! El Conde puede llegar a Piccadilly antes de lo que imaginamos.
– ¡No tan rápido! –dijo Van Helsing, alzando una mano.
–Más, ¿por qué? –pregunté.
– ¿Acaso se te olvida –dijo, con una sonrisa genuina –, que ayer por la noche se dio un copioso festín, por lo que dormirá hasta tarde?
¡¿Cómo que lo había olvidado?! No podría… ¡jamás podría! ¡Ninguno de nosotros podría jamás olvidar tan terrible escena! Mina estaba agonizando para mantener su brava fachada; pero el dolor la estaba empezando a superar y había hundido el rostro en sus manos y se estremecía entre gemidos. Van Helsing no había tenido intención de hacerle recordar tu escalofriante experiencia. Simplemente, había olvidado momentáneamente su presencia y papel en el asunto en su abstracción intelectual. Cuando fue consciente de lo que había dicho, se mostró horrorizado de su falta de tacto y trató de consolarla:
–Oh, Madam Mina, querida, queridísima Madam Mina. ¡Más, sin embargo! Que yo de entre todos te guardo absoluta reverencia haya dicho algo tan descuidado... Estos estúpidos y viejos labios míos, y esta estúpida y vieja cabeza no te merecen; pero tú serás capaz de olvidarlo, ¿verdad que sí? –Se arrodilló junto a ella mientras hablaba; ella tomó su mano y le miró a través de las lágrimas que inundaban sus ojos, diciendo, con voz ronca:
–No, no lo olvidaré, pues no puedo olvidar nada de todo esto y guardo tantos recuerdos de ti siendo dulce, que puedo compaginar ambas cosas. Ahora, todos debéis iros pronto. El desayuno está listo y debemos comer para recobrar fuerzas.
El desayuno resultó en una comida extraña para todos nosotros. Tratamos de estar alegres y animarnos los unos a los otros, Mina como la que más. Una vez hubimos terminado, Van Helsing se puso en pie y dijo:
–Ahora, mis queridos amigos, vamos a comenzar una terrible empresa. ¿Estamos todos armados, como lo estábamos la noche en que fuimos por primera vez a la guarida de nuestro enemigo; armados contra daño sobrenatural así como carnal? –Todos asentimos como confirmación –. Entonces todo listo. Ahora, Madam Mina, tú estás, pase lo que pase, bastante segura aquí hasta el anochecer y antes de que volvamos… Si… ¡Debemos volver! Pero, antes de que marchemos déjame asegurarme de que estás armada en caso de que te ataquen directamente. He preparado yo mismo, desde que bajaste, tu habitación dejando los elementos que conocemos para que Él no pueda entrar. Ahora, déjame dejarte protegida a ti misma. En tu frente, rozo esta pieza de Hostia Sagrada en el nombre del Padre, del Hijo y del…
Se escuchó un grito aterrorizado que heló nuestros corazones. Conforme depositaba la Hostia sobre la frente de Mina, esta la abrasó…la hizo arder hasta quedarse en carne viva como si se tratara de una pieza de metal candente. La pobre mente de mi amada le hizo entender la razón de aquello a la misma velocidad que el dolor llegaba a sus nervios, uniéndose ambos para sobrecogerla más allá de lo que su propia naturaleza podía soportar, soltando un grito terrible. Más las palabras articuladas llegaron a sus labios rápido; un eco del grito que todavía retumbaba en el ambiente cuando ella reaccionó, cayendo de rodillas en el suelo con toda la agonía de la degradación. Echándose su precioso pelo sobre su rostro, como un leproso su viejo manto, gimió:
– ¡Impura! ¡Impura! ¡Incluso el Todopoderoso rehúye mi carne contaminada! Debo cargar con esta marca de vergüenza sobre mi frente hasta el Día del Juicio Final –todos estaban paralizados. Me dejé caer a su lado en una agonía provocada por una aflicción que no podía remediar y la abracé con fuerza. Durante unos minutos nuestros melancólicos corazones latieron al unísono, mientras nuestros amigos apartaban la mirada, todos ellos llorando en silencio. Entonces, Van Helsing se giró y dijo, seriamente, tan seriamente que no pude evitar sentir que aquello le había servido de inspiración, haciéndole dar un discurso más allá de su propia persona:
–Puede que hayas de portar esta marca hasta que Dios Todopoderoso así lo considere, como seguramente hará, en el Juicio Final, para ajustar todos los errores de la Tierra y sus Hijos, que Él ha colocado aquí en primer lugar. Y, oh, Madam Mina, mi querida, queridísima, puede que aquellos que te queremos estemos ahí para ver cuando esa cicatriz roja, la señal de que Dios conoce lo que aquí ha sucedido, desaparezca y te deje una frente tan pura como el corazón que tan bien conocemos. Pues es seguro que, si sobrevivimos, esa cicatriz debería desaparecer cuando Dios considere apropiado revocar esta dura condena que ahora pesa sobre nosotros. Hasta entonces, cargaremos con nuestra Cruz, como Su Hijo hizo en obediencia a Su Voluntad. Puede ser que seamos el instrumento elegido por Su bienestar y entretenimiento, y que estemos obrando por Su voluntad como otros antes fueron manipulados para bailar al ritmo de Su canción; a través de lágrimas y sangre; a pesar de sus dudas y miedos y todo aquello que hace diferente al hombre del Dios.
Sus palabras estaban repletas de esperanza y seguridad y hacían una buena causa por resignarse a la marca. Tanto Mina como yo compartimos dichos sentimientos y, casi a la par, le dimos la mano al viejo y nos inclinamos a besarlas. Luego, sin una sola palabra, bajamos todos juntos y, todos de las manos, juramos ser fieles a los demás. Nosotros, los hombres presentes, nos acometimos a librarla del velo de desgracias de su cabeza a la que, cada uno a su manera, todos amábamos; y rezamos por ayuda y dirección en la terrible tarea ante nosotros.
Ya iba siendo hora de empezar. Así que me despedí de Mina, una despedida que ninguno de los dos olvidará hasta el día de nuestra muerte, y nos marchamos.
Había algo que tenía claro: si descubríamos que, al final, Mina iba igualmente a transformarse en un vampiro, entonces no tendría que recorrer aquel horrible y desconocido camino sola. He de presuponer que en tiempos pasados la existencia de un vampiro equivalía a la de muchos; igual que sus repugnantes cuerpos solo podían encontrar descanso en tierra consagrada, haciendo que el más sagrado de los amores para ellos fuera el del reclutador por sus horrendos rangos.
Entramos en Carfax sin problema alguno, para descubrir que todo seguía igual que la primera vez. Era difícil creer que en mitad de tan prosaicos campos de dejadez, polvo y decadencia hubiera cualquier tipo de terreno digno del miedo que tan bien conocíamos ya. De no haber sido porque estábamos totalmente concienciados para ello y de no haber tenido horribles recuerdos para incentivarnos, nos hubiera sido imposible proceder con nuestra misión. No encontramos documento alguno, ni ningún signo de que aquella casa estuviera siendo habitada y en la vieja chapilla las grandes cajas daban la sensación de seguir tal cual las dejamos. El Doctor Van Helsing nos dijo, con solemnidad, conforme formábamos frente a ellas:
–Y ahora, mis amigos, tenemos una misión que llevar a cabo. Debemos esterilizar esta tierra, tan bendecido con memorias santas, que ha traído desde una tierra lejana para tal uso. Debemos, entonces, derrotarle con su propia arma, pues haremos este terreno aún más santo. Fue santificado para el uso ya discutido de este hombre; ahora, lo santificamos para Dios –conforme hablaba, sacó de su bolsa un destornillador y una llave inglesa; antes de que nos pudiéramos dar cuenta, una de las cajas ya estaba completamente abierta y tirada de lateral. La tierra olía a humedad y cerrado; pero no nos importaba demasiado, pues nuestros sentidos estaban concentrados en el Profesor. Tomando de su caja un fragmento de Hostia Sagrada la dejó con reverencia en la tierra y, después, cerró la tapa, volviendo a atornillarla bien. El resto, le ayudábamos en su tarea.
Una a una, repetimos el proceso con todas las cajas grandes y las dejamos tal y como las habíamos encontrados al llegar; pero en cada una había ahora un Divino Huésped.
Una vez cerramos la puerta tras nosotros, el Profesor nos dijo, solemnemente:
–Ya casi está todo. Si somos así de eficientes con todas las demás, entonces, para la puesta de sol de esta noche sobre la frente de Madam Mina relucirá un blanco como el de la porcelana, ¡sin mancha alguna!
Conforme atravesábamos el césped de camino a la estación para tomar nuestro tren podíamos ver el manicomio. Lo observé con intensidad y, desde la habitación de mi propio cuarto, pude ver a Mina. Alcé la mano para saludarla e hice un gesto de asentimiento para darle a entender que nuestro trabajo había sido un éxito. Ella asintió como respuesta, para que viera que la había entendido. La última vez que miré, ella estaba despidiéndose con la mano. Con todo el pesar de mi corazón, nos dirigimos a la estación justo a tiempo para coger el tren, que empezaba a calentar motores cuando llegamos a la plataforma.
He escrito esto en el propio tren.
Piccadilly, 12:30 en punto.
Justo antes de llegar a Fenchurch Street, Lord Godalming me ha dicho:
–Quincey y yo vamos a buscar un cerrajero. Es mejor que no vengas con nosotros, en caso de que surja algún problema; pues bajo según qué contexto no quedaría tan mal que nosotros allanáramos una casa vacía. Pero tú eres un abogado y el Colegio de Abogados podría decirte que deberías haber actuado con más cabeza –. Iba a objetar que no era justo que no compartiera el peligro con ellos, incluso si suponía ganarme el desprecio de mis colegas de profesión, pero él continuó hablando –. Además, cuantos menos seamos, menos llamaremos la atención. Mi título valdrá para el cerrajero y cualquier policía que pudiera aparecer. Es mejor que vuelvas con Jack y el Profesor y te quedes en Green Park, en algún punto desde donde se vea la casa y, cuando veas la puerta abierta y el cerrajero se haya ido, puedes cruzar. Estaremos esperándote y te dejaremos entrar.
– ¡Es un buen consejo! –nos dijo Van Helsing, así que no discutimos más. Godalming y Morris se apresuran dentro de un taxi, nosotros siguiéndoles en otro. En la esquina de Arlington Street nuestro contingente se marchó, caminando hacia el interior de Green Park. Se me acelera el pulso al ver la casa en la que tantas esperanzas teníamos puestas, alzándose lúgubremente en ominoso silencio, en un estado de absoluto abandono, rodeada de vecinos mucho más vivarachos y apropiados. Nos sentamos en un banco que permitía una buena visibilidad y comenzamos a fumar para atraer la mínima atención posible. Los minutos parecían pasar con extrema lentitud mientras esperábamos la llegada del resto.
Al cabo de un rato, vimos aparecer un carruaje de cuatro ruedas. De él, con el más apropiado de los conjuntos, salieron Lord Godalming y Morris, y de debajo de la caja salieron un fornido trabajador con su bolsa cosida para herramientas. Morris le pagó al conductor, que se despidió con un toque de su sombrero antes de marchar. Juntos, los dos subieron la escalera Lord Godalming explicó lo que tenía que hacerse. El trabajador se quitó su abrigó con parsimonia y lo colgó de una de las prominencias del pasamanos, diciendo algo a un policía que acaba de pararse a su paso. El policía asintió, conforme, el hombre se agachó dejando su bolsa tras él. Tras buscar en ella, tomó una selección de herramientas que dejó a su lado muy ordenadas. Después, se levantó, miró el agujero de la cerradura, sopló en su interior y, girándose hacia sus empleadores, hizo un par de comentarios. Lord Godalming sonrió y el hombre sacó un buen manojo de llaves, seleccionando una; empezó a probarlas en la cerradura, como si estuviera tanteando el terreno. Tras trastear durante cierto tiempo, probó una segunda y luego una tercera. De golpe, la puerta se abrió bajo su simple roce y él y los otros dos entraron al rellano. Nos sentamos, muy quietos, mi propio cigarro casi quemándome los labios, mientras el de Van Helsing se apagó repentinamente. Esperamos pacientemente conforme observábamos al trabajador salir llevando consigo su bolsa. Después, sujetó la puerta parcialmente abierta, sujetándola con firmeza entre sus rodillas, mientras ajustaba una llave en el cerrojo. Llave que, finalmente, le cedió a Lord Godalming, que sacó su monedero y le dio algo. El hombre asintió con el sombrero, tomó su bolsa, se puso su abrigo y marchó; sin que un alma hubiera sido testigo de la transacción.
Cuando estuvimos seguros de que el hombre no volvería, los tres cruzamos la calle y llamamos a la puerta. Esta fue inmediatamente abierta por Quincey Morris, detrás del cual se encontraba Lord Godalming, encendiéndose un cigarro.
–Este lugar tiene un olor muy intenso –dijo este último mientras entrábamos. Estaba en lo cierto; tenía un olor muy intenso, como la vieja capilla en Carfax, y, con nuestras previas experiencias, estaba claro que el Conde lo había estado usando a voluntad. Nos paseamos por la propiedad, siempre juntos en caso de ser atacados, pues sabíamos que estábamos lidiando con un enemigo fuerte y dispuesto a todo, y todavía no sabíamos si el Conde seguía allí. En el comedor, que se encontraba nada más dejar atrás el recibidor, encontramos ocho cajas llenas de tierra. Ocho cajas de las nueve que buscábamos, ¡lo que hubiéramos preferido! Nuestro trabajo no había concluido y nunca lo haría hasta que hubiéramos encontrado la caja que faltaba. Primero, abrimos todas las persianas de la ventana justo frente a un terreno estrecho y pavimentado dando a la parte trasera del establo, que estaba diseñado para parecer una casa en miniatura. No había ventana alguna en él, así que no teníamos que temer ser observados. No perdimos ni un segundo en empezar a examinar los cofres. Con las herramientas que habíamos traído con nosotros los abrimos, uno a uno, y les aplicamos el mismo «tratamiento» que los que hallamos en la vieja capilla. Nos era evidente que el Conde no estaba de cuerpo presente, así que procedimos a buscar cualquier cosa que le pudiera pertenecer.
Tras un somero vistazo al resto de cuartos, desde el sótano al ático, llegamos a la conclusión de que todo lo que pudiera haber pertenecido al Conde estaba en el comedor, por lo que procedimos a examinarlos minuciosamente. Estaban todos colocados siguiendo un desorden ordenado en la mesa principal. Había papeles sobre la propiedad de la casa en Piccadilly en un montón considerable; acuerdos para la compra de las casas de Mile End y Bermondsey; papel y tinta, sobres y sellos. Todo ello protegido por papel de envolver para evitar que se llenaran de polvo. También había ropas bien cepilladas, peine y cepillo, y una jarra junto a una pileta…esta última conteniendo agua sucia que parecía haber sido mezclada con sangre. Por último, había un pequeño juego de llaves de todos los tamaños y formas, probablemente del resto de propiedades. Cuando hubimos examinado esta última prueba, Lord Godalming y Quincey Morris tomaron elaboradas notas de las diversas direcciones de las casa en el Este y el Sur, se llevaron consigo las llaves y se fueron, dispuestos para destruir las cajas en estos lugares. En esto estamos, con toda la paciencia que podemos conjurar, esperando su retorno… la llegada del Conde.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
3 de Octubre
Parece que llevemos siglos esperando a la llegada de Godalming y Quincey Morris. El Profesor ha tratado de mantener nuestras mentes entretenidas por uso continuado. Yo podía ver el beneficio en esto, por las miradas de reojo que le enviaba de vez en cuando a Harker. El pobre hombre parecía tan sobrecogido por su propia miseria que era desagradable de ver. La noche pasada era un hombre directo, de aspecto jovial, con un rostro contundente y juvenil, lleno de energía y pelo castaño oscuro. A día de hoy, es un hombre consumido ojeroso, mayor, cuyo blanco cabello encaja a la perfección con sus ojos hundidos y ardientes, y las arrugas que narran una historia de dolor en su rostro. Su energía sigue intacta; de hecho, parece un fuego incandescente. Esto podría resultar en su salvación, pues, si todo va bien, le mantendrá cuerdo en este periodo de desesperación; podrá entonces, de alguna manera, despertarse de nuevo a la Vida. Pobre hombre; y yo que creía que mis problemas eran terribles, pero, ¡esto…! El Profesor es completamente consciente de ello y está haciendo todo lo que puede para mantener su mente activa. Lo que le estaba diciendo hubiera sido, bajo otras circunstancias, fascinante. Hasta dónde puedo recordar, iba así:
–He estado revisando, una y otra vez, desde que cayeron en mis manos todos los papeles relacionados con este monstruo y, cuanto más los leo, más apremiante siento que es la necesidad de deshacernos de él en su totalidad. A través de todos ellos hay señales de su avance; no solo en sus poderes, sino también en su control sobre estos. Tal y como he aprendido a partir de las investigaciones de mi amigo Arminus de Budapest, fue en vida un hombre maravilloso. Soldado, hombre de estado y alquimista…lo que, más tarde, se llegó a considerar la ciencia más avanzada de su tiempo. Se atrevía incluso a atender a la Escolomancia y no había rama del conocimiento de su tiempo que él no analizara. Pues bien, en él toda su capacidad cerebral sobrevivió a la muerte física; aunque podría parecer que su memoria no tanto. Algunas de sus capacidades mentales que una vez fueron suyas, ahora eran las de un niño, por mucho que ya estuviera crecido; porque está creciendo de nuevo y algunos de sus antes comportamientos infantiles ahora son los de un hombre de gran portento. Está experimentando, con éxito; y, de no haber sido porque nos hemos cruzado en su camino, ahora mismo ya podría (de hecho, aún podría lograrlo, si perdemos…) convertirse en el padre o algo aún mayor de una Nueva Orden de criaturas, cuyo ruta está siempre marcada por la Muerte, no la Vida.
Harker gruñó y dijo:
– ¡Esto es todo lo que es lo que se está enfrentando a mi amada! Más, ¿cómo está ella experimentandolo? ¡Ese conocimiento nos podría ayudar a derrotarlo!
–Él ha estado todo este tiempo, desde su llegada, probando sus habilidades, sin prisa pero sin pausa; ese gran cerebro aniñado trabajando sin descanso. Bueno, para nosotros, por ahora, es un cerebro infantil; pues se ha atrevido, de primeras, a tratar ciertas cosas que hace ya mucho hubieran estado mucho más allá de su poder. Sin embargo, su intención es vencer; más, un hombre que ha vivido siglos puede permitirse el ir con toda la parsimonia que desee. Festina lente, podría haber sido su lema.
–No logro entenderlo –dijo Harker, ya agotado –. Oh, ¡a sufrir el doble! Oh, ¡explícamelo con mayor sencillez! Quizás el dolor y todos estos problemas están debilitando mi cerebro.
El Profesor posó una mano sobre su hombro con cariño mientras hablaba:
–Ah, mi muchacho; hablaré con mayor sencillez. Te es difícil entender cómo, últimamente, este monstruo ha estado introduciéndose deslizándose entre los resquicios de la sociedad para obtener este conocimiento de forma experimental. Cómo ha estado usando al paciente zoófago para afectar su entrada al hogar de nuestro amigo John; pues, vuestro vampiro, aunque en verdad puede ir y venir a su gusto; en primer lugar, debe entrar solo cuando así se le permita por uno de los presos. Pero estos no son los experimentos más importantes. No hemos visto cómo estas grandes cajas se movían por otros. No lo sabía entonces, pero así lo ha debido aprender. Pero en todo este tiempo ese gran cerebro infantil continuaba desarrollándose y él empezó a plantearse si no debería él mismo mover las cajas. Así que empezó a ayudar y, entonces, cuando vio que no había problema alguno, empezó a moverlas por sí mismo. Y así fue progresando, dejando repartidas estas tumbas para sí mismo, con nadie salvo él mismo sabiendo dónde se escondían. Puede que tratara de enterrarlas profundamente en el suelo, para así usarlas solo por la noche o en tiempos con sus formas cambiadas, ambas opciones eran válidas y, ¡nadie conocía aquel lugar secreto! Pero, mi niño, no desesperes; ¡esta sabiduría le llegó justo demasiado tarde! Todas sus guaridas salvo una habían sido esterilizadas por él, antes del anochecer, todo saldado. Por lo tanto, ya no tiene donde ir o esconderse. He retrasado todo esta mañana para que pudiéramos asegurarnos. ¿No nos jugamos más nosotros que él? Entonces, ¿por qué no somos aún más precavidos que él? Haciendo caso a mi reloj, ya ha pasado una hora y, si todo ha ido bien, los amigos Arthur y Quincey estarán a punto de salir. Hoy es nuestro día y debemos aprovecharlo al máximo, incluso si solo tenemos una vaga esperanza, a largo plazo. ¡Mira! Hay cinco de nosotros para cuando retornen aquellos que están ausentes.
Mientras aún estaba hablando, todos saltamos en el sitio al oír a alguien llamar a la puerta principal; el típico saludo doble del cartero que suelen usar los chicos del telégrafo. Todos fuimos hacia el recibidor a la de una y Van Helsing, alzando la mano para que guardáramos silencio, avanzó hasta la puerta y la abrió. El chico le tendió un comunicado. El Profesor volvió a cerrar la puerta y, tras leer la dirección, lo abrió para leerlo en voz alta.
–Guardaros de D. Estaba ahora mismo, 12:45, llegado de Carfax apurado y apresuró hacia el Sur. Parece estar haciendo la ruta y puede querer veros: Mina.
Se hizo el silencio, roto por la voz de Jonathan Harker:
–Ahora, Dios bendito, ¡pronto nos encontraremos! –Van Helsing se giró hacia él apresuradamente y dijo:
–Dios actuará con sus propios tiempos y formas. No temas, pero tampoco te regocijes todavía; pues todo lo que deseamos ahora mismo podría ser nuestra ruina.
–Ya no me importa nada –replicó él, acaloradamente –, salvo el borrar de la existencia a ese bruto. ¡Vendería mi alma si hace falta!
–Oh, ¡calma!, ¡calma!, ¡mi niño! –dijo Van Helsing –. Dios no adquiere almas por tales medios y el Diablo, aunque adquirirlas sí las adquiere, no cumple sus promesas. Pero Dios es benevolente y justo y sabe de tu dolor y tu devoción hacia esa adorada Madam Mina. Piensa en cómo su dolor podría duplicarse si oyera tus acaloradas palabras. No nos temas, todos estamos totalmente entregados a esta causa y hoy la veremos acabar. Es hora de pasar a la acción; en el día de hoy este Vampiro está limitado a los poderes del hombre y hasta el anochecer no podrá cambiar. Le costará llegar hasta aquí… Veamos, han pasado veinte minutos de la una… y todavía falta cierto tiempo antes de que pueda aproximarse realmente, nunca habiendo sido tan rápido. Debemos guardar esperanzas de que Lord Arthur y Quincey lleguen primero.
En torno a media hora después de haber recibido el telegrama de la Señora Harker, llegó hasta nosotros un discreto pero asertivo golpe a la puerta principal. Era un mero golpe, como el que dan a la hora miles de caballeros, pero hizo que los corazones del Profesor y el mío propio aceleraran su pulso. Nos miramos y, juntos, fuimos hacia la entrada; ambos preparados enarbolando nuestras varias armas: la espiritual en la mano izquierda, la mortal en la derecha. Van Helsing alzó el pestillo y, sujetando la puerta a medio abrir, dio un paso atrás, con ambas manos listas para actuar. El alivio de nuestros corazones debió de resultar genuino en nuestros rostros cuando, en el rellano, cerca de la puerta, vimos al Señor Godalming y Quincey Morris. Ambos entraron rápidamente y cerraron la puerta tras ellos, el primero diciendo, conforme atravesaban la entrada:
–Todo está bien. Hemos encontrado ambas localizaciones; seis cajas en cada una, ¡todas destruidas!
– ¿Destruidas? –preguntó el Profesor.
– ¡Por él! –Se hizo el silencio durante un minuto entero y, entonces, Quincey dijo:
–No podemos hacer nada salvo esperar aquí. Sin embargo, si no aparece pasadas las cinco de la tarde, debemos marcharnos, pues va a ir a por la Señora Harker en cuanto caiga el Sol.
–Él llegará allí dentro de no demasiado –dijo Van Helsing, que había estado consultando su cuadernillo –. Nota bene…, en el telegrama de Madam él se había dirigido al Sur desde Carfax, lo cual quiere decir que cruzó el río y solo podría hacer eso con marea baja, lo cual lo sitúa sobre la una de la tarde. Que haya ido hacia el Sur tiene un claro significado para nosotros. Por ahora, tan solo sospecha y ha ido desde Carfax primeramente al sitio donde podría sospechar una menor interferencia. Debéis de haber estado en Bermondsey poco antes que él. Que todavía no esté aquí es clara muestra de que se dirige a Mile End a continuación. Esto le habrá llevado cierto tiempo, pues tiene que haber atravesado el río de alguna manera. Creedme, mis amigos, no tendremos que esperar mucho ya. Debemos de tener listo algún plan de ataque, para no desperdiciar ninguna oportunidad. Silencio, ahora ya no hay tiempo. ¡Todos a vuestras armas! ¡Estad listos! –alzó una mano de alerta mientras hablaba, pues todos oímos una llave sigilosamente insertada en la cerradura de la puerta principal.
No pude evitar admirar, incluso en unas circunstancias como las nuestras, la forma en la que un espíritu dominante es capaz de imponerse. En todas las partidas de caza y aventuras alrededor del mundo, Quincey Morris siempre había sido el que organizaba el plan bajo el que actuar y Arthur se había acostumbrado a obedecerle sin necesidad de orden directa. Ahora, el viejo hábito parecía haber vuelto a instaurarse por puro instinto. Con una furtiva mirada en torno a la habitación, dejó claro a todo el grupo el plan de ataque y, sin decir una sola palabra, con un gesto, nos indicó a cada uno nuestra posición. Van Helsing, Harker y yo justo detrás de la puerta; para que, cuando esta fuera abierta, el Profesor pudiera vigilarla mientras nosotros dos nos interponíamos entre el recién llegado y la puerta. Godalming detrás y Quincey de frente, justo fuera de la zona de visión, listo para moverse frente a la ventana. Esperamos, con una tensión que hizo que los segundos pasaran con una lentitud agónica. Los pasos lentos nos llegaron a través de la entrada; el Conde estaba evidentemente esperando alguna clase de sorpresa…o, al menos, temía que así fuera.
Entonces, entró al cuarto de forma abrupta de un solo salto, logrando atravesarnos antes de que pudiéramos empezar a reaccionar. Había algo en su forma de moverse que recordaba a una pantera… Algo tan inhumano que logró que nos recobráramos de la conmoción de su brusca entrada. El primero en actuar fue Harker quién, con un ágil movimiento, se tiró sobre la puerta que daba hacia el cuarto en el frente de la casa. Cuando el Conde nos vio, un gruñido hizo que su rostro se contrajera, enseñando sus afilados y puntiagudos dientes; la sonrisa maligna pasó rápidamente a una mirada fría, con el desdén esperable de un león. Su expresión cambió de nuevo conforme, con un solo impulso, todos avanzamos hacia él. Fue una pena que no hubiéramos organizado alguna clase de ataque, pues incluso mientras actuábamos me preguntaba qué se suponía debíamos hacer. Yo mismo no tenía demasiada fe en que nuestras armas mortales sirvieran de mucho. Harker, evidentemente, trataba de que lo hicieran por todos los medios, blandiendo su cuchillo Kukri y lanzando un violento e inesperado tajo al Conde. El golpe fue potente; solo la rapidez diabólica del Conde le salvó. Un segundo de más y la afilada hoja hubiera atravesado su corazón. Tal y como estaban las cosas, tan solo cortó parte de su abrigo, haciendo que una cantidad importante de notas del banco y monedas de oro cayeran al suelo a través del amplio agujero. La expresión del Conde era tan infernal que durante un momento temí por Harker, aunque le vi lanzar su admirable cuchillo Kukri para asestar un nuevo golpe. Instintivamente, me adelanté en un impulso protector, sujetando el Crucifijo y una Hostia en mi mano izquierda. Noté un poder casi divino atravesando mi brazo y no me sorprendió ver al monstruo retroceder antes de que un movimiento similar fuera llevado a cabo por cada uno de nosotros. Sería imposible describir la expresión de odio y perpleja malignidad (de ira, de rabia infernal) que invadió el rostro del Conde. Su piel como de cera se volvió de un amarillo enverdecido bajo el contraste con sus ojos ardientes y la cicatriz roja de su frente que parecía una herida palpitante sobre su pálida piel. Un mero instante después, encogiéndose de forma sinuosa, pasó por debajo del brazo de Harker, haciendo así que su golpe fallara y, tomando un puñado del dinero del suelo, atravesó el cuarto a toda velocidad, tirándose por la ventana. A través de la zona de choque y los brillos de los cristales rotos, se acercó a trompicones a la zona pavimentada debajo. A través del sonido de cristales titilando pude oír el «cling, cling» del oro, pues algunos de los soberanos cayeron sobre las baldosas.
Nos acercamos a toda prisa y le vimos apresurando el paso, ileso, desde el suelo. Él, apresurándose hacia los escalones, atravesó el patio pavimentado y abrió la puerta del establo. Desde allí, se giró y nos dijo:
–Y pensar que me han sorprendido, ustedes… Con sus pálidos rostros puestos en círculo, como cerdos en el matadero. Lamentarán esto, ¡todos y cada uno de ustedes! Creen que me han dejado sin lugar alguno en el que descansar, pero hay más. ¡Mi venganza ha comenzado! La prolongaré durante siglos, con el tiempo estando de mi lado. Sus chicas, que todos aman, ya son mías y, a través de ellas y otras que todavía tengo que hacer mías…mis criaturas, dispuestas a hacer mi voluntad y ser mis chacales cuando necesito alimentarme. ¡Va! –con un gruñido despectivo, atravesó la puerta rápidamente y pudimos oír el oxidado cerrojo crujir conforme lo manejaba. Una puerta se abrió y cerró. El primero de nosotros en hablar fue el Profesor que, dándose cuenta de lo difícil que iba a ser seguir su discurso coherentemente ahora mismo, nos movimos a la entrada principal.
–Hemos descubierto algo, no… ¡mucho! A pesar de sus palabras envalentonadas, nos teme; teme el tiempo, ¡teme el deseo! Pues, de no ser así, ¿por qué se apresura? Su tono le delata, o mis oídos me engañan. ¿Por qué tomar el dinero? Nosotros vamos tras él. Somos los cazadores de esta bestia salvaje y, así, la entendemos. En lo que a mí respecta, creo que habría que asegurarse de que nada aquí le sea de utilidad, por si vuelve –conforme hablaba, sacó de su bolsillo el dinero que había dejado atrás el Conde; tomó todos los acuerdos de titularidad de la propiedad en el montón que Harker les había dejado y tiró el resto de cosas a la hoguera, donde les prendió fuego con una cerilla.
Godalming y Morris se apresuraron fuera, al patio, y Harker se había escondido bajo la ventana, siguiendo al Conde. Sin embargo, este había atrancado la puerta del establo y, para cuando lograron forzar su entrada, ya no quedaba rastro de él. Van Helsing y yo tratamos de ver si encontrábamos alguna pista en la parte trasera de la casa, pero encontramos la zona desierta y nadie le había visto partir.
Era ya bien entrada la tarde y la puesta de Sol estaba cerca. Teníamos que reconocer que habíamos jugado nuestras cartas y perdido; apesadumbrados, estuvimos de acuerdo con el Profesor cuando nos dijo:
–Volvamos a Madam Mina…la pobre, pobre Madam Mina. Todo lo que se podía hacer hasta el momento se ha hecho; y allí, al menos, la podremos proteger. Pero no desesperemos. Hay una caja con tierra más y debemos tratar de encontrarla; cuando eso ocurra, igual conseguimos estar bien –. Me di cuenta de que había hablado con toda la valentía que podía para consolar a Harker. Nuestro pobre compañero estaba hecho polvo; de vez en cuando, dejaba escapar un gañido que era incapaz de retener…estaba pensando en su mujer.
Volvimos a mi casa cabizbajos, donde encontramos a la Señora Harker esperándonos, aparentando una alegría que honraba su valor y generosidad. Cuando vio nuestros rostros, el suyo propio palideció de golpe: durante uno o dos segundos sus ojos se cerraron como si estuviera en mitad de un rezo silencioso y, después, dijo animadamente:
–Nunca os lo voy a poder agradecer lo suficiente. Oh, ¡mi pobre amor! –conforme hablaba, tomó la cabeza encanecida de su marido entre sus manos y la besó–. Descansa aquí tu pobre cabeza. Todo aún puede ir bien, ¡querido! Dios nos protegerá si así es Su buena voluntad –. El pobre hombre gimió. No había palabras que pudieran consolarle en mitad de su sublime miseria.
Tuvimos una frugal cena juntos y creo que logró animarnos a todos. Se trataba, quizás, meramente del cálido consuelo que la comida tiene en los hambrientos (siendo que ninguno de nosotros había comido desde el desayuno). o del sentimiento de compañerismo que nos había ayudado; pero, de una forma u otra, todos nos sentíamos menos miserables y vimos el devenir de la mañana siguiente no completamente falto de esperanza. Fieles a nuestra promesa, le contamos a la Señora Harker todo lo que había pasado y, aunque se quedó blanca como la nieve en algunos momentos, cuando el peligro parecía amenazar a su marido, y roja en otros cuando su devoción hacia ella se había manifestado, escuchó todo con valor y calma. Cuando llegó la parte donde Harker se había apresurado hacia el Conde temerariamente, se aferró al brazo de su marido y lo agarró con la misma fuerza que si así pudiera protegerlo de cualquier daño que pudiera venir a por él. Sin embargo, no dijo nada, hasta que la narración hubo acabado y todos los asuntos habían sido relatados hasta el momento presente. Entonces, sin dejar ir la mano de su esposo, se alzó sobre nosotros y habló. Oh, no creo que sea capaz de ilustrar propiamente la escena; de esa dulce, dulce, buena, buena mujer en toda su belleza radiante de juventud y animación, con la marca roja en su frente, de la que era consciente y ante la que nosotros apretábamos los dientes…recordando dónde, cuándo y cómo vino a ser; su bondadosa generosidad contra nuestro lúgubre odio; su dulce fe contra nuestros temores y dudas; y nosotros, sabiendo tanto como la simbología nos permitía, que ella que en toda su bondad, pureza y fe, seguía siendo una paria de Dios.
–Jonathan –dijo, sus palabras sonando como música a nuestros oídos, tan cargadas de amor y delicadeza –, querido Jonathan y todos los que me sois leales, fieles amigos, quiero que tengáis algo en cuenta en mitad de tan terribles tiempos. Ya sé que debéis luchar…que debéis destruir tal y como destruisteis a la falsa Lucy para que la verdadera Lucy pudiera existir en el Más Allá; pero no debéis hacerlo desde el odio. Esa pobre alma que ha forjado toda esta miseria es el caso más triste de todos. Tan solo, pensad cuán grande será su felicidad cuando él también vea sus peores partes destruidas permitiendo a sus mejores partes alcanzar la inmortalidad espiritual. Debéis tener piedad de él, como de mí, incluso si esto tampoco debe evitar que le destruyáis.
Conforme hablaba, pude ver como el rostro de su marido se oscurecía y compungía, como si la pasión en su interior estuviera marchitando su mismísima esencia. Instintivamente, sujetó la mano de su esposa con más fuerza, hasta que sus nudillos perdieron todo color. Ella ni parpadeó por el sufrimiento por el que sabía debía estar pasando, mirándole con ojos tan convincentes como nunca antes en su lugar. Cuando terminó de hablar, él se puso en pie, casi liberando su mano de la ella, conforme hablaba:
–Dios lo ponga a mi merced lo justo para destruir esa temprana vida suya a la que estamos refiriéndonos. ¡Si más allá de esta puedo mandar a su alma para siempre jamás a arder en el infierno, así lo haré!
–Oh, ¡calma! Oh, ¡calma! En el nombre de nuestro Señor. No digas tales cosas, Jonathan, mi marido; o me dejarás abrumada con tanto temor y horror. Piensa, querido…llevo pensando en esto durante tanto tiempo, todo el día…tanto que…quizás…algún día…yo, también, necesite de tal piedad y que alguien como tú…y con un igual que cause su ira… ¡me lo podría negar! Oh, ¡mi marido! Mi marido, hubiera, evidentemente, evitado mencionarte tal pensamiento de haber otra manera, pero le rezo a Dios para que no hagas honor de tus salvajes palabras, que no sean salvo el gemido quejumbroso de un hombre tan amante como sobrecogido por la amargura. Oh, Dios, deja que sea este pelo blanco la evidencia de que ha sufrido; él, quién en su vida no ha hecho mal alguno; y sobre quién tantas desgracias han acontecido.
Todos estábamos ahora llorando desconsolados. No había manera de resistirse, así que llorábamos a lágrima viva. Ella también lloraba, al ver que sus dulces consejos no iban a caer en saco roto. Su marido se dejó caer en sus propias rodillas junto a ella y la rodeó con un brazo, escondiendo su cara en los pliegues de su vestido. Van Helsing nos apremió al resto y salimos del cuarto, dejando a los dos amantes corazones a solas con su Dios.
Antes de retirarnos, el Profesor arregló el cuarto contra cualquier Vampiro que quisiera acercarse y aseguró a la Señora Harker que podría dormir tranquila. Ella trató de auto-convencerse de ello y, claramente por el bien de su marido, fingió estar conforme. Era un esfuerzo muy valiente y era, pienso y creo, uno que no quedó sin recompensa. Van Helsing les había procurado una gran campana que cualquiera de ellos podía hacer sonar en caso de emergencia. Cuando se hubieron retirado, Quincey, Godalming y yo nos organizamos para que siempre hubiera alguien despierto, dividiéndonos la noche entera y vigilando la seguridad de la pobre dama marcada. La primera vigía recayó sobre Quincey, así que el resto nos acostamos tan pronto como pudimos. Godalming acaba de aparecer, para su segunda vigía. Ahora que mi trabajo ha terminado, yo también me voy a dormir.
DIARIO DE JONATHAN HARKER
3-4 de Octubre, cerca de la media noche
Creía que ayer no terminaría nunca. Me sobrevino un ansia por dormir, con la extraña Fe ciega de que cuando me levantara todo habría cambiado, siendo que cualquier cambio ahora sería para mejor. Antes de separarnos, discutimos sobre cuál debe ser nuestro siguiente paso, pero no pudimos llegar a ninguna conclusión. Todo lo que sabíamos era que quedaba una caja de tierra y que sólo el Conde sabía dónde estaba. Si decía esconderse discretamente, podría tenernos en jaque durante años y, ¡mientras tanto…! El mero pensamiento se me hacía horrible, no me atrevo a pensar en ello ni siquiera ahora. Esto es lo que sé: que si alguna vez hubo existió mujer que fuera toda ella perfección, esa es mi injustamente castigada amada. La quiero mil veces más por su dulce compasión la noche pasada, una compasión que hizo que mi propio odio hacia el monstruo me pareciera despreciable. ¡Dios bendito! Mina dormía, dormía sin sueños. Temo cómo sus sueños podrían ser, con memorias tan terribles en ellos. No ha estado tan calmada, que yo la haya visto, desde el anochecer. Entonces, durante cierto tiempo, le sobrevino una expresión de reposo que fue como ver las flores brotar en marzo. Pensé en aquella vez en que la dulzura del rojo atardecer iluminó su rostro, pero ahora tenía para mí un significado más profundo. Yo mismo no tengo sueño, a pesar de estar agotado…agotado hasta la médula. Sin embargo, debo tratar de dormir, pues el mañana no espera a nadie y no habrá verdadero descanso para mí hasta que…
Más tarde.
Debo de haberme dormido, pues me ha despertado Mina, que estaba sentada en la cama, mirándome con expresión confusa. Podía ver fácilmente, pues el cuarto nunca estaba totalmente a oscuras; había dejado una mano a modo de aviso sobre mi boca y me susurraba al oído:
– ¡Silencio! ¡Hay alguien en el pasillo! –me levanté sin hacer ruido y, cruzando el cuarto, abrí la puerta con delicadeza.
Justo fuera, estirado en un colchón, yacía el Señor Morris, completamente despierto. Levantó una mano a modo de advertencia para que guardáramos silencio mientras me susurraba.
– ¡Silencio! Volved a la cama; todo está bien. Uno de nosotros siempre estará aquí. ¡No vamos a darle la más mínima oportunidad!
Su expresión y gesto no admitían discusión alguna, así que volví y se lo conté a Mina. Ella suspiró y lo que estaba casi seguro era el amago de una sonrisa apareció en su demacrado y pálido rostro conforme me rodeaba con sus brazos y decía, con suavidad:
–Oh, ¡Dios bendiga a los hombres valientes! –Con un suspiro, volvió a la cama a dormir.
Escribo esto pues no tengo sueño, aunque debo tratar de dormir de nuevo.