DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
29 de Septiembre, mañana
Ayer por la noche, poco antes de las diez, Arthur y Quincey entraron al cuarto de Van Helsing; este nos dijo lo que quería que hiciéramos, pero se dirigió en particular hacia Arthur, como si todas nuestras voluntades estuvieran centradas en la suya. Empezó por decir que esperaba que todos fuéramos con él también, puesto que «hay una severa misión que cumplir aquí. ¿Sentís algún tipo de inquietud hacia mi carta?» la pregunta iba implícitamente dirigida hacia Lord Godalming.
–Lo estaba. Me incomodó durante algo de tiempo. Hemos tenido tantos problemas acechando a la puerta últimamente que no podía soportar ni uno más. He sentido curiosidad, también, sobre a qué se refería. Quincey y yo hablábamos de ello; pero, cuanto más lo hablamos, más confusos estamos, hasta el punto de que tendría que subirme a la cúspide de un árbol para poder ver el bosque.
–Yo también –añadió Quincey Morris, lacónicamente.
–Oh –dijo el Profesor –, entonces estáis más cerca del inicio, ambos dos, de lo que mi amigo John aquí presente, que ha tenido que retroceder mucho antes de tan siquiera empezar.
Era evidente que se había dado cuenta de que estaba volviendo a mi antiguo marco de pensamiento sin que yo dijera una palabra. Entonces, girándose hacia los otros dos, dijo con intensa gravedad:
–Quiero tu permiso para actuar conforme vea apropiado esta noche. Esto es, lo sé, mucho pedir, y cuando sepas lo que propongo como bien acabarás haciendo, solo entonces, entenderás hasta que niveles de exigencia estoy llegando. Por lo tanto, ¿puedo pedir tu promesa en la oscuridad, o en lo que viene después, incluso si esto causa que estés enfadado conmigo por cierto tiempo (no debo dejarme engañar con que esa posibilidad no existe)? No deberíais culparos de nada a vosotros mismos.
–Eso es ser franco del copón –intervino Quincey –. Respondo por el Profesor. No termino de entender de qué va, pero juro que es honesto y eso me basta.
–Se lo agradezco, señor –dijo Van Helsing, con orgullo –. Cuento con el honor de tenerte como amigo fiel, y tal es un puesto muy querido para mí –. Le tendió una mano, que Quincey tomó. Arthur se dispuso a contestar:
–Doctor Van Helsing, no me termina de gustar «ir a ciegas» y, si se trata de cualquier cosa que pueda hacer que mi honor como caballero o mi fe como cristiano se vean comprometidos, no puedo, entonces, hacer tal promesa. Si me puede asegurar que lo que va a tener que intentar no viola ninguna de esas dos virtudes, ni dando mi consentimiento de una sola vez; pues por mi vida le aseguro que no entiendo a donde quiera ir a parar.
–Acepto ese límite –dijo Van Helsing –, y todo lo que te pido es que si ves necesario el castigar cualquiera de mis actos, lo pienses bien antes para asegurarte de que no viola tus reservas.
– ¡De acuerdo! –Dijo Arthur –, es lo justo. Y, ahora que las «trifulcas» han acabado, ¿puede saberse que se supone debemos hacer?
–Quiero que vengáis conmigo, y venir en secreto, al cementerio en Kindstead.
La expresión de Arthur se derrumbó y dijo, con cierta sorpresa:
– ¿Allí donde Lucy está enterrada? –El Profesor asintió. Arthur continuó – Y dónde ¿allí dentro?
– ¡A entrar al mausoleo! –Arthur se levantó.
–Profesor, ¿está siendo sincero o se trata de una broma cruel? Discúlpeme, veo que está siendo sincero –. Se volvió a sentar, pero pude verle como lo hacía con firmeza y orgullo, como el que mostraría alguien sentado sobre su propia dignidad. Se hizo el silencio hasta que volvió a preguntar: – ¿Y una vez en la tumba?
–Abriremos el ataúd.
–Esto es demasiado –dijo él, la ira resurgiendo en él –. Estoy dispuesto a ser paciente mientras las cosas estén dentro de lo cabal, pero esto…este sacrilegio sobre su tumba…de aquella a la que… –de forma totalmente comprensible, se acabó ahogando en su indignación. El Profesor le miró con pena.
–Si tan siquiera te pudiera perdonar lo más mínimo de este asunto, mi pobre amigo, Dios sabe que lo haría. Más, esta noche nuestros pies deben pasear por peliagudos caminos; o, más tarde, y para siempre, ¡los pies que amamos caminarán por senderos de llamas!
Arthur alzó la vista con su rostro totalmente pálido y dijo:
– ¡Que le vaya bien, señor, que le vaya bien!
– ¿No sería una buena idea ver lo que tengo que decir? –preguntó Van Helsing – Y, entonces, ya decidirás al menos donde está el límite de mi propósito. ¿Puedo continuar?
–Parece justo –interrumpió Morris.
Tras una pausa, Van Helsing continuó, claramente teniendo que hacer un esfuerzo para ello:
–La Señorita Lucy ha muerto, ¿no es así? ¡Sí! Entonces, ya no puede ser un agravio en su contra. Pero, si no estuviera muerta…
Arthur saltó en el sitio.
– ¡Dios santo! ¿A qué te refieres? ¿Ha habido algún error? ¿Ha sido enterrada viva? –Gruñó con tal angustia que ni siquiera la Esperanza podría liberarle de ella.
–No he dicho que esté viva, mi muchacho; no lo he pensado. No digo nada salvo que ella podría ser un No-Muerto.
– ¡No muerta! ¡No viva! ¿A qué se refiere? ¿Es todo esto una pesadilla, o qué es?
–Hay misterios que los hombres tan solo pueden intuir, que de generación en generación se resuelven tan solo en parte. Creedme, ahora estamos a punto de sumergirnos en uno. Pero no he terminado. ¿Podría cortarle la cabeza a la difunta Señorita Lucy?
– ¡Por todos los santos, no! –gritó Arthur, lleno de pasión. –Por nada en el mundo entero permitiré la mutilación de su cadáver. Doctor Van Helsing, está yendo demasiado lejos. ¿Qué le he hecho para que me torture así? ¿Qué hizo esta dulce y desgraciada chica para que usted desee llevar a cabo tal deshonor sobre su tumba? ¿Ha perdido la cabeza hasta el punto de hablar de tales cosas, o estoy yo loco por escucharlas? Ni se le ocurra pensar más en tal sacrilegio; no le daré mi consentimiento a nada que tenga que hacer. Tengo un deber en proteger su lecho de muerte de cualquier insulto; y, por Dios, ¡así lo haré!
Van Helsing se levantó de donde había estado sentado para decir, con gravedad y severidad:
–Mi Señor Godalming, yo, también tengo un deber, un deber hacia otros, hacia ti, hacia los muertos y, por Dios, ¡así lo cumpliré! Todo lo que te pido ahora es que vengas conmigo, que observes y escuches; y, si cuando más tarde te haga la misma proposición no te ves con más ánimos de finalizar esta tarea que yo, entonces…entonces llevaré a cabo de mi deber, sea cuál sea el que vea conveniente. Y, después, siguiendo los deseos de su Señoría, me podré a tu disposición, rindiendo las cuentas que veas precisas, donde y cuando quieras –. Su voz se quebró un instante, y después continuó lleno de compasión –. Pero, le suplico, no continúes guiado por la ira contra mí. En una larga vida de actos en la que estos no siempre resultan placenteros, y que ha llegado a resquebrajar mi corazón, nunca he pasado por una tarea tan ardua como ahora. Créeme cuando digo que si llega el momento en el que cambies de opinión acerca de mí, una sola mirada por tu parte borrará toda esta triste hora, pues haría lo que cualquier hombre haría para aliviar tu sufrimiento. Tan solo, piénsalo. Pues, ¿por qué debería cargarme con tanto trabajo y tanto sufrimiento? He venido aquí desde mi propio país para hacer todo el bien que pueda; al principio como favor para mi amigo John, y luego para ayudar a la joven y dulce dama, que, también, he llegado a querer. Por ella…siento decir tanto, pero lo digo con cariño…le doy lo que ahora te doy; la sangre de mis venas; se la di, yo, que no soy, como tú, su amante, pero solo su médico y amigo. Le di mis noches y mis días…antes de su muerte, tras su muerte; y si mi muerte pudiera serle de algún bien incluso ahora, cuando ya haya muerto el No-Muerto, suya es –. Dijo esto con su serio pero dulce orgullo, y Arthur se sintió muy afectado por ello. Tomó la mano del viejo y dijo, con la voz rota:
–Oh, es duro pensar en ello, y no lo puedo entender; pero, al menos, iré con usted y esperaré.
Faltaba un cuarto de hora para las doce de la noche cuando entramos en el cementerio saltando el muro. La noche era oscura con ocasionales destellos de la luz de la Luna entre los claros que dejaban las pesadas nubes que avanzaban a través del cielo. Nos mantuvimos tan juntos como pudimos, con Van Helsing ligeramente delante, guiándonos. Cuando estuvimos al fin cerca del mausoleo, me fijé bien en Arthur, pues temía que el estar tan cerca de un lugar en el que yacían tantos recuerdos dolorosos pudiera hacerle daño, pero mostró una gran resiliencia. Concluí que se trataba de parte del misterioso proceso que es el contrataque a la pérdida y el dolor. El Profesor abrió la puerta y, viendo la natural duda en todos nosotros por múltiples razones, solventó el problema entrando antes él mismo. El resto le seguimos y cerró tras de sí. Luego, encendió una linterna tenue y apuntó al ataúd. Arthur se acercó, dubitativo; Van Helsing se dirigió a mí:
–Tú estabas aquí conmigo ayer. ¿Estaba el cuerpo de la Señorita Lucy en ese ataúd?
–Lo estaba –. El Profesor se giró hacia el resto diciendo:
–Lo habéis oído; y, sin embargo, no hay nadie que crea conmigo –. Tomó su destornillador y de nuevo volvió a levantar la tapa del ataúd. Arthur miró, muy pálido pero en silencio; cuando la cubierta hubo sido removida, se acercó. Evidentemente, no sabía que era un ataúd de plomo o, en cualquier circunstancia, ni se le hubiera ocurrido hacer lo que hizo. Cuando vio las marcas en el plomo, la sangre le subió al rostro durante un instante, pero rápidamente volvió a bajarle, así que se mantuvo con su enfermiza palidez, todavía silencioso. Van Helsing forzó la sobrecubierta de plomo y todos miramos y nos recogimos.
¡El ataúd estaba vacío!
Durante un tiempo relativamente considerable, nadie dijo ni una palabra. El silencio fue roto por Quincey Morris:
–Profesor, respondo por usted. Su palabra es todo lo que necesito. No preguntaría tal cosa ordinariamente…no le haría el deshonor a usted implicando duda; pero esto es un misterio que va más allá del honor y el deshonor. ¿Es esto cosa suya?
–Le juro por todo lo que guardo sagrado que no la he movido, ni siquiera tocado. Lo que ha pasado es lo siguiente: hace dos noches mi amigo Seward y yo vinimos aquí…con buen propósito, creedme. Abrí este ataúd, que estaba entonces sellado, y lo encontramos, como ahora, vacío. Entonces, esperamos, y vimos algo blanco aparecer entre los árboles. Al día siguiente, vinimos durante el día, y aquí yacía ella. ¿Acas o no es así, amigo John?
–Sí.
–Aquella noche llegamos justo a tiempo. Otro niño pequeño había desaparecido y lo encontramos, gracias a Dios, ileso entre las tumbas. Ayer vine antes del anochecer, pues al anochecer los No-Muertos pueden moverse. Esperé toda la noche hasta que el Sol volvió a salir, pero no vi nada. Lo más probable es que fuera porque esparcí sobre las abrazaderas ajo, que los No-Muertos no pueden aguantar, y otras cosas que rehúyen. Ayer por la noche no hubo éxodo, así que esta noche, antes de la caída del Sol, me llevé mi ajo y otros aparejos. Y así, es como ahora encontramos el ataúd vacío. Pero, esperad. Así aquí ya hay unas cuantas cosas que son extrañas. Esperad conmigo fuera, sin ser vistos ni oídos, y cosas mucho más extrañas están aún por llegar. Así que… –aquí apagó su linterna –…ahora, vamos fuera –. Abrió la puerta y enfilamos hacia fuera, con él en la retaguardia, cerrando la puerta tras él.
¡Oh! Como de fresco y puro parecía el aire nocturno tras el horror de la cripta. Cuán dulce se hacía el ver las nubes avanzar por el cielo, los efímeros destellos de luz de luna en mitad de las densas nubes que cruzaban y marchaban…como las fortunas y las penas de la vida de un hombre; cuán dulce era el respirar el aire fresco, y no notarlo contaminado por la muerte y la decadencia; cuantísimo me recordaba tu humanidad el ver la luz roja en el cielo tras la colina, y el oír a lo lejos el rugido amortiguado que identificaba la vida en la gran ciudad. Cada cual de nosotros con su propia forma de ser solemne y sobreponerse a la situación. Arthur guardaba silencio y estaba, podía verse, luchando por entender el propósito y significado final del misterio. Yo mismo estaba siendo tolerablemente paciente, y medio inclinado de nuevo a dejar de lado mis dudas y aceptar las conclusiones de Van Helsing. Quincey Morris se mostraba impasible de la forma que solo un hombre dispuesto a aceptar cualquier cosa lo hace, y las acepta en el ánimo del valor calmado, todo lo que amenace aquello que tiene que perder. Sin poder fumar, se cortó para sí mismo un buen pedazo de tabaco y comenzó a masticar. En lo que respecta a Van Helsing, estaba centrado completamente. Primero, tomó de su bolsa una forma que recordaba a una delgada galletita, parecida a una hostia consagrada, que había enrollado con cuidado en una servilleta blanca. A continuación, tomó un puñado doble de alguna clase de sustancia blanquecina, como masa de pasta o masilla de emplaste. Untó la galletilla a conciencia y remató el trabajo con la masa entre sus dedos. Tras esto, tomó el resultado y, enrollándolo entre finos hilos, comenzó a dejarlo en las aperturas entre la puerta y el propio espacio interior de la cripta. Estaba sorprendido por esto y, estando tan cerca, le pregunté que se suponía que estaba haciendo. Arthur y Quincey se acercaron también, pues también estaban llenos de curiosidad.
–Estoy cerrando la tumba, para que el No-Muerto no pueda entrar –respondió.
– ¿Y todo el cacharro que has puesto ahí va a ser el truco? –preguntó Quincey –. ¡Maldita sea! ¿Es esto un juego?
–Lo es.
– ¿Qué estás usando? –Esta vez, la pregunta provenía de Arthur. Van Helsing alzó su sombrero reverencialmente y respondió:
–Al Huésped. Lo he traído desde Ámsterdam. Tengo un Permiso –esta respuesta fue más que suficiente para el más escéptico de nosotros y sentimos individualmente que en la presencia de un propósito tan genuino como el del Profesor, un propósito que podría entonces usar él para la más sagrada de las circunstancias, un propósito del que no se podía desconfiar. En silencio respetuoso tomamos nuestros sitios en torno a la tumba, ocultos de la visión de cualquiera que se aproximara. Me apené por los otros, sobre todo por Arthur. Yo mismo había aprendido en mis anteriores visitas presenciando el horror y, sin embargo, hace una hora, denegaba de las pruebas; ahora notaba mi corazón hundirse. Nunca las tumbas fueron tan tenebrosamente blancas; ni los cipreses, o arces, o enebros tan representativos del aire fúnebre; nunca un árbol o la hierba ondeó o siseó tan ominosamente; nunca un arbusto crujió tan misteriosamente; y nunca el aullido lejano de los perros lanzó un presagio tan lúgubre por la noche.
Temblamos con terror. Podía ver por las trémulas luces que incluso la firme voz de Van Helsing había decaído. Arthur se sentaba junto a mí, y si no le hubiera agarrado del brazo y sujetado, podría haberse caído.
Cuando Lucy (así he decidido nombrar a la cosa que antes era Lucy porque portaba sus formas) nos vio, se echó hacia atrás con un gruñido enfadado, similar a aquel que un gato da cuando se toma por sorpresa. Entonces, sus ojos se posaron sobre nosotros. Los ojos de Lucy en forma y color; pero los ojos de Lucy pervertidos y llenos de fuego infernal, en vez de las órbitas gentiles y puras que conocíamos. En aquel momento, todo lo que quedaba de mi amor se convirtió en odio y asco; si hubiera tenido que ser asesinada entonces, lo hubiera hecho con salvaje placer. Cuando nos miró, sus ojos brillaban con una luz maldita y su rostro se volvió furioso con una sonrisa voluptuosa. Oh, Dios, ¡como temblé al verla! Con movimientos descuidados, voló al suelo, penitente como un demonio, el niño que hasta entonces había asido con todas sus fuerzas junto a su pecho, gruñendo sobre él como un perro gruñe con respecto a un hueso. El niño dejó escapar un llanto agudo, y continuó allí tirando gimoteando. Había una sangre fría en el acto que hizo que Arthur dejara escapar un gruñido; cuando ella avanzó hacia él con los brazos abiertos y una sonrisa tentadora, él cayó hacia atrás y escondió su rostro entre sus manos.
Sin embargo, ella continuó avanzando y, con una gracia lánguida y voluptuosa, dijo:
–Ven a mí, Arthur. Deja a estos otros y ven conmigo. Mis brazos están hambrientos, esperándote. Ven, y descansaremos para siempre. ¡Ven, mi marido, ven!
Había algo diabólicamente dulce en sus tonos… algo similar al cristal al romperse, que reverberó en nuestras mentes incluso cuando vimos que iban dirigido a otro. Y, en lo que respecta a Arthur, él parecía estar bajo un hechizo; haciendo que las manos dejaran de cubrirle la cara, abrió sus brazos en plenitud. Ella se estaba echando hacia él cuando Van Helsing se colocó en medio y alzó entre ambos un pequeño crucifijo dorado. Ella se encogió para alejarse de él y, con una repentina deformación de su rostro, lleno de ira, pasó por al lado suyo a toda velocidad para entrar en la tumba.
Cuando, a pocos metros de la puerta, ella se paró, como si estuviera sobrecogida por algún tipo de fuerza. Cuando se giró, su rostro mostrado por la potente luz de luna y la lámpara, que ahora ya no temblaba gracias a los nervios de acero de Van Helsing. Nunca antes había visto tal malicia sorprendida en una cara y, espero, nunca más tenga que hacerlo con mis ojos mortales. El bello color se volvió pálido, los ojos parecían soltar centelleos de fuego infernal, con las cejas totalmente apretadas como si estas arrugas en la carne fueran los fragmentos en las serpientes de Medusa; y la adorable boca cubierta de sangre se abrió hasta su máxima amplitud, como las máscaras de los Griegos y Japoneses. Si alguna vez un rostro ha simbolizado la muerte (y si las miradas mataran), nosotros lo presenciamos en ese momento.
Y, así, durante medio minuto entero (que se hizo una Eternidad), ella permaneció entre el crucifijo alzado y su paso de entrada, ahora cerrado por vías santas. Van Helsing rompió el silencio preguntándole a Arthur:
–Contéstame, ¡oh, amigo mío! ¿Cómo debo proceder en mi labor?
Arthur se dejó caer de rodillas y, escondiendo su rostro entre sus manos, respondió:
–Haga lo que considere, amigo; haga lo que considere. No puede haber un ser horrible como este nunca más –gruñó con ahínco. Quincey y yo nos acercamos a él a la par, y le tomamos por los brazos. Podíamos oír cerca el sonido de la linterna cerrándose conforme Van Helsing la bajaba; acercándose a la tumba, donde comenzó a retirar los cachivaches con inscripciones sagradas que allí había colocado. Le observamos con fascinación horrorizada cuando vimos, conforme él se echaba hacia atrás, a la mujer, con una forma física tan tangible en aquel momento como lo eran nuestros propios cuerpos, pasando entre nosotros por el intersticio donde el cuchillo había estado. Todos nos sentimos aliviados cuando vimos que el Profesor volvía a colocar los hilos consagrados en los marcos de la puerta.
Una vez hecho esto, alzó al niño y dijo:
–Venid ahora, mis amigos; no podemos hacer más hasta el día de mañana. Hay un funeral al medio día, así que debemos llegar aquí mucho antes del hecho. Los amigos de los difuntos se habrán marchado sobre las dos, y cuando el sacristán haya cerrado la puerta, debemos quedarnos. Entonces, todavía hay mucho más que hacer; pero no como las ya realizados. En lo que respecta al pequeño, apenas ha sido dañado, y para mañana noche debería estar bien. Le dejaremos donde la policía lo pueda encontrar, como la otra noche; y, después, iremos a casa –. Acercándose a Arthur, añadió –mi amigo Arthur, hemos tenido ciertas trifulcas; pero, más tarde, cuando recuerdes este momento, verás cómo fue todo necesario. Ahora estás en aguas turbias, mi chico. Por este momento en el día de mañana deberías, si Dios lo quiere, haberlas superado y habernos regocijado en las aguas calmadas; así que no te lamentes demasiado. Hasta entonces, no puedo pedir tu perdón.
Arthur y Quincey vinieron a casa conmigo, y tratamos de animarnos por el camino. Dejamos al niño en un lugar seguro y, agotados como estábamos, tratamos de forzar el sueño lo más buenamente que se puso.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
29 de Septiembre, noche
Un poco antes de las doce en punto, los tres (Arthur, Quincey y yo mismo) llamamos al Profesor. Era extraño darse cuenta de que por consenso nos habíamos vestido todos de negro. Por supuesto, Arthur iba a vestir negro, pues era al que más profundamente acuciaba la pérdida, pero el resto lo vestimos por instinto. Llegamos a la iglesia pasada la una y dimos una vuelta, manteniéndonos lejos de donde aquellos que si debían estar allí nos vieran, para que así una vez los enterradores hubieran completado su tarea y el sacristán, bajo la creencia de que todo el mundo se había ido, cerrara la puerta, todos estuviéramos en nuestras posiciones. Van Helsing, en lugar de su pequeña bolsa negra, traía consigo una más alargada de cuero, similar a una bolsa de cricket, que claramente pesaba lo suyo.
Cuando estuvimos solos y escuchamos lo que parecían ser las últimas pisadas morir al final de la carretera, silenciosamente, y como si hubiera sido calculado con intención, seguimos al Profesor a la tumba. Abrió la puerta y entramos, cerrándola detrás de nosotros. Entonces, el Profesor tomó su linterna, que encendió, y también dos velas de cera que, una vez encendidas, fijó gracias al deshacer de sus extremos, en otros ataúdes, para tener así suficiente luz para trabajar. Cuando volvió a levantar la tapa del ataúd de Lucy para que miráramos (Arthur temblando como una veleta), vimos el cuerpo tendido en toda su belleza mortal. Pero no había amor en mi propio corazón, nada pero si odio por la maldita cosa que había tomado la forma de Lucy sin su alma. Podía ver cómo incluso el rostro de Arthur se volvía más severo conforme observaba. En el momento, le dijo a Van Helsing:
– ¿Es esto de verdad el cuerpo de Lucy, o tan solo un demonio con su forma?
–Es su cuerpo y, sin embargo, no del todo. Pero espera un poco, para poder verla en todo lo que fue…y es.
Ella parecía más una pesadilla de Lucy yaciendo allí; con los dientes afilados, manchados de sangre, boca voluptuosa (que daba un escalofrío al ver)…toda la apariencia era carnal y terrenal, casi como una burla diabólica de la pureza de Lucy. Van Helsing, con su habitual profesionalidad, comenzó a sacar varios elementos de su bolsa y a dejarlos listos para su uso. Primero tomó un soldador de acero y soldaduras de cañerías. Luego, una pequeña lámpara de aceite, que dejaba escapar, cuando estuvo encendida en una esquina del cuarto, gas que ardía con fiero calor y una llama azul. Luego, los cuchillos de operación, que había dejado a mano; y una última ronda conformada de una estaca de madre, de unos cinco centímetros de grosor y varios palmos de largo. Un extremo estaba endurecido por trabajo con fuego, y había sido afilado hasta un buen punto. Con la estaca venía un martillo pesado, como el que se tiene en el hogar para usarse en los áticos para tareas más caseras. Para mí, las preparaciones de un doctor para trabajar son estimulantes y envolventes, pero el efecto de estas hizo que tanto Arthur como Quincey entraran en un estado de consternación. Sin embargo, ambos mantuvieron su coraje, y se mantuvieron en silencio y quietud. Cuando todo estuvo listo, Van Helsing dijo:
–Antes de que hagamos nada, dejadme que os cuente esto; lo que hacemos es a partir de los saberes y experiencias de los antiguos y todos aquellos que han estudiado los poderes de los No-Muertos. Cuando se convierten en tales, viene con el cambio la maldición de la inmortalidad; no pueden morir, pero deben ir década tras década, edad tras edad, añadiendo nuevas víctimas y multiplicando los males del mundo; pues todos los que mueren como víctimas de un No-Muerto se convierten en otro, y cazan a los suyos. Y así el ciclo continúa, siempre ampliándose, como las hondas de una piedra tirada al agua. Amigo Arthur, si hubieras respondido a aquel beso que sabes antes de la muerte de la pobre Lucy; o, de nuevo, anoche cuando abriste tus brazos a ella, hubieras, con el tiempo, al morir, convertirte en un «nosferatu», como lo llaman en Europa del Este, y con tiempo harías más No-Muertos que nos llenen de terror. El oficio de esta desgraciada dama que tanto queremos acaba de empezar. Aquellos niños cuya sangre chupó no están todavía tan mal; pero si vive serán un No-Muerto, más y más ellos perderán su sangre y por su poder sobre ellos acabarán a ella yendo; y así ella tomará toda su sangre con esa boca tan malvada. Pero si muere en la verdad, entonces, todo acaba; las pequeñas heridas en su cuello desaparecerán, y ellos volverán a sus juegos sin saber que ha pasado con esto. Pero la mayor bendición de todo esto, cuando se sabe que este ahora No-Muerto se ha llevado a descansar como un verdadero muerto entonces el alma de la pobre dama que tanto amamos será libre de nuevo. En lugar de trabajar desde el mal por la noche y volverse más y más lejana a sí misma conforme se asimila cada día, ella tomará su lugar junto a los otros ángeles. Así que, mi amigo, será una mano bendita la que dé el golpe que la libere. A esto estoy dispuesto, pero, ¿no hay ninguno de nosotros que tenga más derechos para hacerlo? ¿No sería una felicidad el pensar en el «después» en el silencio de la noche cuando no se puede dormir: «Esta es la mano que la mandó a las estrellas; esta es la mano de el que más la amó; la mano de todo lo que ella hubiera elegido de haber podido, si hubiera sido su decisión»? Decidme, ¿no está esa persona entre nosotros?
Todos miramos a Arthur. Él se dio cuenta, también, de lo mismo que el resto, la bondad infinita que sugería que suya debía ser la mano que devolviera a Lucy a nosotros como consagrada, y no una memoria maldita. Dio un paso adelante y dijo con valentía, aunque su mano temblaba y su rostro estaba tan blanco como la nieve:
–Mi fiel amigo, desde lo más profundo de mi corazón roto debo darle las gracias. Dígame lo que tengo que hacer, ¡y no titubearé!
Van Helsing posó una mano en su hombro y dijo:
– ¡Valiente muchacho! Un momento de valor, y estará hecho. Esta estaca debe ser clavada a través de ella. Será un asunto terrible...no te engañes con ello, pero solo por un breve periodo de tiempo, y luego podrás regocijarte más de lo que sentirás tu dolor; de esta lúgubre tumba emergerás como si levitaras. Pero no debes flaquear ni un instante una vez hayas comenzado. Piensa que nosotros, tus leales amigos, estamos a tu lado, y que rezaremos por ti todo el tiempo.
–Vamos –dijo Arthur con brusquedad –. Dígame que tengo que hacer.
–Toma esta estaca con tu mano izquierda, lista para posicionarse sobre el corazón, y el martillo en tu derecha. Cuando comencemos nuestros rezos para los difuntos…debo leerlo, aquí tengo el libro y otros que seguirán…ataca entonces en nombre de Dios, para que todo les vaya bien a los ya fallecidos que amamos y que los No-Muertos puedan descansar eternamente.
Arthur asió estaca y martillo y, una vez su mente estuvo lista para entrar en acción, sus manos no temblaron ni se achicaron ni una sola vez. Van Helsing abrió su misal y comenzó a leer, y Quincey y yo le seguimos lo mejor que pudimos. Arthur situó la estaca exactamente sobre el corazón y, conforme miraba pude ver cómo comenzaba a penetrar la pálida carne. Entonces, golpeó con todas sus fuerzas.
La cosa del ataúd se retorció y un desagradable, escalofriante chillido escapó de sus rojos labios abiertos. Su cuerpo se agitó y tembló y retorció con las más salvajes de las contorsiones; los afilados dientes blancos entrechocaron una y otra vez hasta cortar sus labios, convirtiendo su boca en una forma difuminada por espuma rojo carmesí. Pero Arthur no titubeó ni un instante. Se parecía a la encarnación de Thor, conforme su firme brazo se alzaba y caía, hundiendo más y más la estaca cargada de piedad, mientras la sangre del corazón herido caía profusa y se expandía a su alrededor. En su rostro se veía su decisión, y el gran deber parecía brillar a través de él mismo; esta visión nos dio el coraje suficiente para que nuestras voces parecieran sonar por toda la pequeña cripta.
Y, entonces, el retorcimiento y los temblores del cuerpo fueron disminuyendo, así como el masticar de los dientes y los retortijones de su rostro. Finalmente, yació totalmente quieto. La terrible labor había terminado.
El martillo cayó de la mano de Arthur. Se dio la vuelta y hubiera caído al suelo si no le hubiéramos sujetado. Grandes gotas de sudor caían desde su cabeza y su respiración ocurría a través de respiros entrecortados. Había supuesto, sin duda alguna, un terrible desgaste para él; y si no se le hubiera increpado a llevarla a cabo con consideraciones que superaban lo meramente humano, nunca lo hubiera podido hacer. Durante unos minutos, estuvimos todos tan absortos con Arthur que no miramos hacia el ataúd. Nos tratamos de asomar con tal entusiasmo que Arthur se levantó, pues había continuado sentado en el suelo, se nos acercó y miró también; y entonces una expresión agradecida, con una brillo extraño quebró su rostro y deshizo en un momento toda la pesadumbre causada por el terror que sobre él yacía.
Allí, en el ataúd ya no estaba aquella Cosa maliciosa que tanto habíamos llegado a temer y odiar hasta el punto de que el destruirla se tomaba como un privilegio al que uno tenía derecho. En su lugar, estaba Lucy como la habíamos visto en vida, con su rostro de dulzura sin igual y pureza. Cierto que aquí o allí, como había habido en vida, había trazos de exceso de precaución, dolor y desgaste; pero estos defectos eran también queridos por nosotros, porque marcaban la realidad de lo que le había sucedido tal y como nosotros lo conocíamos. Una vez todos hubimos sentido una sagrada calma que se había extendido sobre su rostro y cuya forma solo corresponde a un tótem de la tierra y al símbolo de la calma que debería reinar para siempre.
Van Helsing se acercó y depositó una mano sobre el hombro de Arthur, diciéndole:
–Y, ahora, Arthur mi amigo, querido muchacho, ¿sigo sin estar perdonado?
La reacción de la terrible carga llegó conforme tomaba la mano del anciano en la suya y, llevándosela a sus labios, la presionó contra ellos y dijo:
– ¡Perdonado! Dios le bendiga, que ha devuelto el alma a mi amada y, a mí, la paz –. Puso ambas manos en los hombros del Profesor y, depositando la cabeza sobre su pecho, lloró durante un buen rato en silencio, mientras el resto nos mantuvimos de pie, sin movernos. Cuando alzó de nuevo la cabeza, Van Helsing le dijo:
–Y, ahora mi muchacho, ya puedes besarla. Besa sus labios muertos si así lo deseas, como ella hubiera hecho, si estuviera en su mano decidir. Pues ya no es un demonio sonriente; nunca más algo maligno para toda eternidad. No más el demonio de los No-Muertos. Ella ha sufrido la muerte de Dios, ¡su alma está con Él!
Arthur se inclinó y la besó, y después le mandamos junto a Quincey fuera de la tumba; el Profesor y yo serramos la parte superior de la estaca, dejando su punta dentro de cuerpo. Después, cortamos su cabeza y le llenamos la boca de ajo. Empujamos a su lugar el ataúd revestido, atornillamos la tapa y recogimos nuestras pertenencias para marcharnos. Cuando el Profesor cerró la puerta le dio la llave a Arthur.
Fuera, el aire era dulce, el Sol brillaba y los pájaros cantaban, y daba la sensación de que la naturaleza había cambiado su propia tonalidad. Había un ambiente agradable y paz en todas partes, pues todos estábamos en paz con nosotros mismos de una forma y otra, y todos estábamos agradecidos, incluso sabiendo que dicha felicidad era algo temporal.
Antes de que nos marcháramos, Van Helsing dijo:
–Ahora, mis amigos, el primer paso de nuestro trabajo está hecho, uno de los más devastadores para nosotros mismos. Pero ahora queda una tarea aún mayor: encontrar al autor de todo este dolor y quitarlo del camino. Tengo pistas que podemos seguir, pero es una tarea larga y ardua, y difícil, y hay peligro en ella, y dolor. ¿Vais a no ayudarme todos vosotros? Hemos aprendido a creer, todos nosotros; ¿no es así? Y, al ser así, ¿no vemos nuestro deber? ¡Sí! ¿Y no nos hemos comprometido a continuar hasta el agrio final?
Cada uno en orden, tomamos su mano, y la promesa se hizo. Entonces, el Profesor dijo mientras nos alejábamos:
–Entonces, dos noches deberéis cenar conmigo a las siete con amigo John. Tengo que traer a otros dos, dos que no conocéis todavía, y debo estar listo para que todo nuestro trabajo pueda mostrar y nuestros planes explicar. Amigo John, ven conmigo a casa, pues tengo mucho que estudiar, y me puedes ayudar. Esta noche marcho a Ámsterdam, pero volveré la noche de mañana. Y entonces comenzará nuestra gran misión. Pero, primero, tenemos mucho que decir, mucho que descubrir sobre qué hacer y temer.
Cuando llegamos al Berkeley Hotel, Van Helsing encontró un importante telegrama esperándole:
«Estoy de camino en tren. Jonathan está en Whitby. Noticias importantes, MINA HARKER».
El Profesor estaba encantado.
–Ah, esa increíble Madam Mina ¡perla entre las mujeres! Llega, pero no puedo estar aquí. Debe ir a tu casa, amigo John. Debes encontrarte con ella en la estación. Mándale un telegrama en ruta, para que esté sobre aviso.
Cuando el mensaje fue enviado, se tomó una taza de té; momento en el que me habló de un diario escrito por Jonathan Harker cuando estuvo en el extranjero y me dio una copia a máquina de escribir del mismo, así como el de la Señora Harker en Whitby.
–Toma estos y estúdialos bien. Cuando haya vuelto serás experto en los hechos y podremos adentrarnos mejor en nuestra investigación. Mantenlos a salvo, pues hay en ellos lo que bien podríamos denominar un tesoro. Necesitarás toda tu fe, incluso si ya has tenido una experiencia como la de hoy [nada te prepara para Spider-Dracula]. Lo que aquí se cuenta –depositó su mano con gravedad y pesadez sobre los papeles mientras hablaba –, puede que sea el inicio del fin para ti, para mí y para muchos otros; o puede suponer la segura desaparición del No-Muerto. Léelo todo, te lo pido por favor, con mente abierta; y si crees que puedes añadir algo a la narrativa hasta ahora expuesta, apúntala, pues todo es importante. Has guardado diario de todos estos extraños eventos, ¿no es así? ¡Sí! Ahora, debemos poner todo en conjunto cuando nos encontremos –. Entonces, se preparó para marcharse y poco después se marchó a Liverpool Street. Yo fui hacia Paddington, donde llegué entorno a quince minutos antes de que llegara el tren.
El gentío se difuminó, tras llegar a las plataformas con la moda de estar atestados habitual, y empezaba a sentirme incómodo, pues no quería no encontrar a mi invitada, cuando una chica con rostro dulce y aspecto refinado se me acercó y, tras echarme una rápida ojeada, dijo:
–El Doctor Seward, ¿no es así?
– ¡Y usted es la Señora Harker! –le respondí rápidamente, al tiempo en el que ella extendió su mano hacia mí.
–Le he reconocido por la descripción de mi pobre y querida Lucy, pero… –Se paró a si misma de golpe, y su cara se vio invadida de un apresurado rubor.
El rubor que subió a mis propias mejillas de alguna forma nos calmó a ambos, pues fue una tácita respuesta al suyo. Tomé su equipaje, que incluía una máquina de escribir, y tomamos el Metro hasta Fenchurch Street, después de haber mandado un telegrama a mi casera para que tuviera listos un dormitorio y sala de estar lo más rápido posible para la Señora Harker.
Llegamos justo a tiempo. Ella sabía, por supuesto, que el lugar era un manicomio, lleno de lunáticos, pero pude ver que no fue capaz de evitar reprimir un estremecimiento al entrar.
Me dijo que, si podía, le gustaría venir lo más pronto posible a mi estudio, pues tenía mucho que decir. Así que aquí estoy, terminando la entrada en mi diario fonográfico mientras la espero. Y todavía no he tenido la oportunidad de echar un ojo a los papeles que Van Helsing me ha dado, a pesar de que están abiertos frente a mí. Debo lograr que se interese por algo, para que así tenga oportunidad de leerlos. Ella no sabe cómo de preciado y escaso el tiempo es, o la misión que tenemos entre manos. Debo tener cuidado de no asustarla. ¡Aquí está!
DIARIO DE MINA HARKER
29 de Septiembre
Después de haberme aseado, bajé al estudio del Doctor Seward. Me quedé un momento en la puerta, pues creí oírle hablar con alguien. Sin embargo, como me había insistido en ser rápida, llamé a la puerta y con su llamamiento de «Entre», entré.
Para mi genuina sorpresa, no había nadie con él. Estaba completamente solo, y en la mesa frente a él había lo que reconocí a la primera de un fonógrafo gracias a las descripciones que conocía de dicho aparato. Nunca antes había visto uno, así que estaba muy interesada.
–Espero no haberle hecho esperar –dije –, pero estaba de pie en su puerta mientras le oía hablar, pensando que había alguien con usted.
–Oh –replicó él, con una sonrisa –, estaba haciendo una entrada en mi diario.
– ¿Su diario? –le pregunté, sorprendida.
–Sí, los guardo así –mientras hablaba, puso una mano sobre el fonógrafo. Me sentí excitada por aquella idea y dije, abruptamente:
–Pero… ¡esto gana a la taquigrafía! ¿Puedo escuchar algo en él?
–Por supuesto –replicó él con entusiasmo, se levantó, pareciendo que iba a empezar a hablar. Después, se quedó congelado en el sitio con una expresión preocupada en el rostro.
–La cosa es… –comenzó, torpemente –, solo guardo mi diario en él, y es en su totalidad… casi totalmente… sobre mis casos… podría ser incómodo… esto es… quiero decir… –paró y traté de ayudarle a salir de su vergüenza.
–Ayudó a atender a mi querida Lucy al final. Déjeme escuchar cómo murió; pues con todo lo que sé de ella, le estaré muy agradecida. Ella era muy, pero que muy, querida para mí.
Para mi sorpresa, respondió, con su rostro compungido por el terror:
– ¿Describirle su muerte? ¡Por nada en este mundo!
– ¿Por qué no? –pregunté, pues un sentimiento de gravedad terrible estaba sobreviniéndome. De nuevo, se pausó y pude ver cómo trataba de inventarse una excusa. Acabó tartamudeando:
–Verá, no sé cómo elegir un momento concreto del diario –. Incluso mientras hablaba, una idea pareció surgir en él y dijo con inconsciente simplicidad, en un tono diferente y con la inocencia de un niño –. Eso es totalmente cierto, lo juro. ¡Te lo juro por mis muertos! –No pude evitar sonreír, a lo que él compuso una expresión frustrada –. ¡Me he desvelado a mí mismo! Pero, sabe usted, incluso si llevo ya meses guardando un diario, ni una sola vez se me ha ocurrido el pensar cómo iba a encontrar ninguna parte en concreto si quisiera buscarla… –En este momento mi mente ya había decidido que el diario de un doctor que atendió a Lucy debía de tener algo que añadir a la suma de nuestro conocimiento sobre el terrible Ser y le dije, con atrevimiento:
–Entonces Doctor Seward, debe usted dejarme copiarlo en mi máquina de escribir –. Su palidez creció hasta volverse mortecina mientras decía:
– ¡No! ¡No! ¡No! Ni por todo en este mundo, ¡no la dejaría conocer tan terrible historia!
Entonces sí que fue terrible, ¡mi intuición era correcta! Pensé durante un momento y mis ojos otearon el cuarto, subconscientemente buscando algo o alguna oportunidad para ayudarme, hasta posarse en un considerable montón de papeles escritos a máquina en la mesa. Sus ojos captaron a donde miraban los míos y, sin pensar, los siguieron en la misma dirección. Conforme se fijaron en el terreno se dieron cuenta de lo que yo estaba insinuando.
–No me conoce. Cuando haya leído esos papeles…mi propio diario y el de mi marido también, que he mecanografiado…entonces, me conocerá mejor. No he titubeado al dar todo mi pensamiento y corazón a esta causa; pero, por supuesto, no me conoce…todavía; y no debo esperar que confíe en mí por ahora.
Ciertamente, se trata de un hombre de naturaleza noble; mi pobre querida Lucy estaba en lo cierto sobre él. Se puso en pie y abrió un amplio cajón, en el que había ordenadas una cantidad considerable de cilindros huecos de metal cubiertos por cera negra.
–Tiene usted razón. No confío en usted porque no la conozco. Pero ahora la conozco; y déjeme decirle que debería haberla conocido hacía mucho. Sé que Lucy le habló de mí; me habló de usted también. ¿Puedo hacer la única cosa para ganarme su perdón? Tome los cilindros y escúchelos…la primera mitad son personales y no la aterrorizarán; entonces me conocerá mejor. La cena estará lista para entonces. Mientras, leeré algunos de estos documentos, y así podré entender mejor algunas cosas –. Cargó con el fonógrafo él mismo hasta mi sala de estar y lo ajustó para mí. Ahora, seguro aprendo algo placentero, estoy segura; pues esto me contará la otra mitad de un episodio de amor verdadero del que ya conozco el otro lado…
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
29 de Septiembre
Estaba tan absorto en el maravilloso diario de Jonathan Harker y aquel otro de su mujer que dejé pasar el tiempo sin pensar. La Señora Harker no había bajado cuando la doncella vino a anunciar la cena, así que dije: «posiblemente esté cansada; dejemos a la cena esperar una hora» y me puse con mi trabajo. Acababa de terminar el diario de la Señora Harker cuando esta entró. Estaba preciosa, pero muy triste y sus ojos estaban enrojecidos de llorar. Esto me conmovió sobremanera. Últimamente había tenido muchas razones para llorar, ¡Dios bien lo sabe! Pero el alivio que hubieran supuesto me ha sido negado y, ahora, la visión de aquellos dulces ojos, iluminados por las recientes lágrimas, se clavó en mi corazón. Así que dije, con toda la gentileza que pude:
–Contemplo con gran temor que he podido molestarla.
–Oh, no, no me has molestado, pero me he emocionado mucho más de lo que puedo expresar con palabras por tu pena. Es una máquina maravillosa, pero también cruel. Me ha dicho, con tus mismísimos tonos, la angustia que guarda tu corazón. Era como si un alma estuviera llorándole a Dios Todopoderoso. ¡Nadie debe oírlos de tu voz nunca más! Mira, he tratado de ser útil. He copiado todas las palabras en mi máquina de escribir y nadie más tendrá que oír tu corazón latir, como he hecho yo.
–Nadie necesita saber, nadie lo sabrá… –dije, en voz baja. Ella posó su mano en la mía y dijo, con seriedad:
–Ah, ¡pero deben!
– ¡Deben! Pero, ¿por qué?
–Porque es parte de la terrible historia, parte de la muerte de la pobre Lucy y todo lo que llevó a ella, porque en la lucha que tenemos frente a nosotros para librar a esta tierra de este terrible monstruo debemos tener todo el conocimiento y la ayuda que podamos conseguir. Creo que los cilindros que me diste contienen más de lo que pretendías que supiera; pero pude ver que hay en tus grabaciones muchas luces a este oscuro misterio. Me tienes que dejar ayudar, ¿verdad? Lo sé todo hasta cierto punto y ya sé, aunque tu diario solo me llevó hasta el 7 de Septiembre, cómo la pobre Lucy fue atacada y su terrible fin se fue forjando. Jonathan y yo hemos trabajado día y noche desde que nos vimos con el Profesor Van Helsing. Ha ido a Whitby a recoger más información y vendrá mañana a ayudarnos. Necesitamos que no haya secretos entre nosotros; trabajar juntos y con absoluta confianza, sin lugar a dudas seremos más fuertes que si algunos de nosotros seguimos en la oscuridad.
Me miró de una forma tan atractiva, y manifestando al mismo tiempo tal coraje y resolución en su porte, que me rendí a sus deseos al momento.
–Debe…Debes hacer como quieras en esta materia. ¡Dios me perdone si estoy tomando el camino incorrecto! Hay cosas terribles de las que aprender, pero si has viajado ya tanto en el camino de la muerte de la pobre Lucy, no estarás contenta, lo sé, quedándote en la inopia. Na’, el final (el verdadero final) te dará al menos un destello de paz. Ven, ya está la cena. Debemos mantenernos fuertes para lo que está por venir; tenemos una tarea cruel y desagradable por delante. Cuando hayas comido te enterarás del resto, y contestaré cualquier pregunta que tengas…si hay algo que no entiendes, aunque parece aparentemente una situación imposible contigo.
DIARIO DE MINA HARKER
29 de Septiembre
Después de la cena fui con el Doctor Seward a su estudio. Trajo el fonógrafo de vuelta desde mi cuarto, y yo vine con mi máquina de escribir. Me preparó una silla muy cómoda y preparó el fonógrafo para que pudiera tocarlo sin levantarme, y me enseñó donde estaba el stop en caso de necesitarlo. Entonces, se sentó él mismo en un gesto de solidaridad hacia mí, con su espalda contra mí, para que pudiera ser lo más libre posible, y comenzó a leer. Yo me llevé el metal en forma de tenedor a mis oídos y escuché.
Cuando la terrible historia de la muerte de Lucy y…y todo lo que le siguió se acabó, me dejé caer en la silla, sintiéndome impotente. Por suerte, nunca he tenido una complexión predispuesta al desmayo. Cuando el Doctor Seward me vio, saltó con una exclamación aterrorizada y se acercó a toda prisa con una botella de su alacena para darme algo de brandy, que en unos minutos me recompuso. Mi cerebro palpitaba, confuso, y mi único pensamiento coherente era que venía de un camino plagado de multitud de horrores y el sagrado rayo de luz y esperanza que suponía que mi querida, queridísima Lucy por fin estaba en paz; no creo que existiera una realidad en que el presenciar aquello no me hubiera llevado a un completo estado de alteración. Todo esto es una locura y misterioso, y extraño hasta el punto de que, de no haber conocido la experiencia de Jonathan en Transilvania, no hubiera podido creerlo. Tal y como estaban las cosas, no sabía qué creer, y así solucioné mis dificultades atendiendo las de otro. Me refugié tras mi máquina de escribir y le dije al Doctor Seward:
–Ahora lo voy a transcribir todo. Debemos estar listos para cuando lleguen. Tengo este telegrama para Jonathan para venir aquí cuando llegue a Londres de Whitby. En este asunto las fechas lo son todo y creo que si conseguimos todo el material hoy, bien preparado, poniendo todo elemento en orden cronológico, ya habremos hecho mucho. Me dices que Lord Godalming y el Señor Morris vienen también. Vamos a decírselo cuando vengan.
Él estaba colocando correctamente el fonógrafo a un ritmo lento y así empecé a mecanografiar el inicio del séptimo cilindro. Usé una válvula de múltiple admisión[1], y así pude escribir tres copias del diario, tal y como había hecho con las partes previas. Era tarde cuando acabé, pero el Doctor Seward siguió con su trabajo haciendo la ronda de pacientes; cuando hubo terminado se sentó cerca de mí a leer, así que no me sentí demasiado sola mientras trabajaba. Qué bueno y considerado que es; el mundo parece lleno de buenos hombres…incluso si hay Monstruos en él. Antes de dejarle, recordé que Jonathan puso en su diario que el Profesor se perturbó al leer algo en un periódico de la tarde en la estación de Exeter; así que, viendo que el Doctor Seward guarda sus periódicos, tomé prestados los archivos de La Gaceta de Westminster y La Gaceta de Pall Mall y me los llevé a mi cuarto. Recuerdo lo mucho que El Dailygraph y La Gaceta de Whitby, de los que hice recortes, ayudaron a que entendiéramos los terribles eventos que estaban ocurriendo cuando el Conde Drácula llegara, y desde entonces trato de mirar los periódicos todas las tardes y, quizás, algún día, encuentre algo que nos arroje nuevas luces.
No tengo sueño, y el trabajo me ayuda a mantenerme calmada.
DIARIO DE JONATHAN HARKER
29 de Septiembre, en tren hacia Londres
Cuando recibí el cortés mensaje del Señor Billington diciendo que me daría cualquier información en su poder, pensé que lo mejor sería ir a Whitby y hacer, en aquel mismo instante, todas las indagaciones que quisiera. Ahora mi objetivo era rastrear el horrible cargo del Conde hasta su refugio en Londres. Más tarde quizá podamos encargarnos de ello. Billington Jr., un buen muchacho, se encontró conmigo en la estación y me llevó a la casa de su padre, donde habían decidido que pasara la noche. Eran gente muy hospitalaria, con la genuina hospitalidad de Yorkshire: dale a tu invitado todo y déjale hacer a su gusto. Sabían que estaba ocupado y que mi estancia era corta, y el Señor Billington tenía ya en su oficina todos los papeles concernientes a la consigna de las cajas. Casi me provoca un ataque el volver a ver las cartas que había visto en la mesa del Conde antes de saber de sus planes diabólicos. Todo lo que había pensado con tanto cuidado, y hecho sistemáticamente y con precisión. Parecía haber preparado todo obstáculo con el que pudiera encontrarme por accidente en el camino de llevar a cabo sus intenciones. Para usar un americanismo, no «se la jugó» y la total precisión con la que sus instrucciones fueron llevadas a cabo…fueron simplemente el resultado lógico de su nivel de cuidado. Vi el recibo, y tomé nota de él:
«Cincuenta cajas de tierra común, para ser usadas con propósitos experimentales».
También había una copia de la carta de Carter Paterson y su respuesta; de ambas tengo copias. Esta fue toda la información que el Señor Billington me pudo dar, así que fui al puerto y a los guardacostas, los de oficinas de Aduanas y el encargado principal del puerto. Todos tenían algo que decir de la extraña llegada del barco, que ya estaba encontrando un sitio entre las leyendas locales; pero nadie pudo añadir nada a la siempre descripción de «Cincuenta cajas de tierra común». Después vi al encargado de la estación, que amablemente me puso en contacto con los hombres que habían, de hecho, recibido las cajas. Su cómputo coincidía exactamente con el de la lista y no tenían nada que añadir salvo que las cajas eran todas «básicas y tremendamente pesadas» y que llevarlas de un sitio a otro había sido un trabajo arduo. Uno de ellos añadió que otro de los problemas que habían encontrado era que no había habido ningún caballero «como usted, abogado» para mostrarles la más mínima apreciación de sus esfuerzos en forma constante; otro remarcó la sed después generada fue tal que incluso no terminaban de cuadrar cuanto tiempo habían pasado llevando a cabo la tarea. No hace falta ni añadir que me encargué antes de marcharme de aliviar, para siempre y de forma adecuada, la fuente de sus quejas.
Arte por @jazmieo en IG
[1] Es una pieza que se llama «manifold» y sirve para que lo mismo se te escriba varias veces a la vez (TOO COOL)