24 de Mayo
Lucy es una mujer muy de su época, pero quiere un polígono romántico. ¡Cowboy! (me he inventado la jerga yanqui, usando palabros y abreviaturas según me parecía, pero manteniendolo legible, espero)
CARTA, LUCY WESTENRA A MINA MURRAY
24 de Mayo
Queridísima Mina,
Gracias, muchísimas gracias, gracias eternas por tu dulce carta. Ha sido maravilloso podértelo contar y tener tu simpatía.
Mi querida; «nunca llueve a gusto de todos». Qué ciertos son los viejos proverbios. Aquí estoy, yo, que debo cumplir los veinte en septiembre y, sin embargo, hasta hoy mismo no había tenido ni una sola proposición. Es decir, no una real. Y, hoy, he tenido tres. ¡Imagina! ¡TRES proposiciones en un día! ¡¿Acaso no es horrible?! Siento pena, verdadera pena, por los dos pobres muchachos. Oh, Mina, estoy tan feliz que no sé ni que hacer conmigo misma. ¡Y tres proposiciones! Pero, por Dios bendito, no se lo digas a ninguna de las chicas, o empezarán a hacerse todo tipo de ideas extravagantes e imaginarse que se trata de una ofensa contra ellas si en su primer día de vuelta a casa no consiguen al menos seis. ¡Algunas chicas son tan banales! Tú y yo, querida Mina, que estamos prometidas y vamos pronto a asentarnos al sobrio papel de viejas mujeres casadas, podemos hacerle ascos a la vanidad. Bueno, debo contarte sobre estos tres pretendientes, pero debes mantenerlo todo en secreto, querida, ante todo el mundo; excepto, por supuesto, Jonathan. Se lo dirás, porque yo haría lo mismo, si estuviera en tu lugar, con Arthur. Una mujer debe contarle a su marido todo, ¿no crees? Y debo ser justa. Los hombres, como las mujeres (al menos, sus esposas), deben ser tan justos como puedan y las mujeres, mucho me temo, no son siempre tan justas como deberían.
Bueno, querida, El Número Uno vino justo antes de comer. Ya te he hablado de él: el Doctor John Seward, el hombre del manicomio, con la mandíbula cuadrada y la amplia frente. Estaba muy calmado por fuera, pero su nerviosismo era palpable igualmente. Evidentemente, había estado practicando todo tipo de pequeños detalles y recordándolos sobre la marcha; pero casi se sienta sobre su sombrero de seda, cosa que los hombres no suelen hacer cuando están calmados, y luego, tratando de parecer en paz, continuó jugando con su lanceta de tal forma que sentí ganas de gritarle. Me habló, Mina, con total claridad. Me dijo lo mucho que significaba para él, aunque me hubiera conocido durante tan poco tiempo, y como su vida sería conmigo para ayudarle y apoyarse. Me iba a decir como de desgraciado le haría que no tuviera interés en él, pero entonces me vio llorar y me dijo que había sido un bruto y que no aumentaría mis presentes turbaciones. Entonces, se rompió su fachada y me preguntó si podría llegar a amarle, y entonces negué con la cabeza y sus manos temblaron y, con cierto titubeo me preguntó si ya sentía algo hacía otra persona. Lo dijo muy amablemente, diciendo que no quería explotar la confianza entre ambos, tan solo saber, porque si el corazón de una mujer es libre, un hombre puede guardar esperanza. Y, entonces, Mina, sentí el deber de decirle que había alguien. No le dije más, él se levantó y me miró con seriedad y gravedad, tomó mis manos en las suyas y dijo que esperaba que fuera feliz y que, si alguna vez quería a un amigo, le podía contar entre mis mejores. Oh, querida Mina, no puedo evitar llorar: y debes excusar que esta carta sea tan apresurada. Que se te propongan está muy bien y todo eso, pero no es un hecho tan feliz cuando tienes que ver a un pobre amigo, que sabes que te ama con sinceridad, marcharse con el corazón roto, y saber que, no importa lo que diga en el momento, te estás alejando de su vida en cierta manera. Mi querida, debo parar ahora, me siento tan miserable…incluso si soy muy feliz.
Por la tarde.
Arthur se acaba de ir, y ya me siento mejor que cuando dejé de escribir antes, así que puedo continuar relatándote el día. Bien, querida, El Número Dos vino tras la comida. Es un hombre muy agradable, un americano de Tejas, y es tan joven y brillante que cuesta creer que haya estado en tantos lugares y vivido tantas aventuras. Empatizo con la pobre Desdémona cuando un flujo de historias tan peligroso fue vertido en su oreja, incluso si fue por un hombre de color. Supongo que las mujeres somos lo suficientemente cobardes como para creer que un hombre nos podrá salvar de nuestros temores y, en consecuencia, nos casamos con él. Ahora sé lo que haría si fuera un hombre y quisiera que una chica me amara. No, no lo sé, pues aquí estaba el Señor Morris contándome sus historias, y Arthur nunca me ha contado ninguna y, aun así… Oh, vaya, de alguna manera, tengo preferencia por él.
El Señor Quincey P. Morris me encontró sola. Siempre da la sensación que los hombres encuentran a las muchachas solas. No, no lo hacen, pues Arthur trató dos veces de lograrlo antes de hoy y contaba con toda mi ayuda (no me da vergüenza admitirlo).
Debo decirte antes de nada que el Señor Morris no siempre usa jerga americana al hablar…es decir, nunca lo hace con extraños o en presencia de los mismos, pues es un hombre estudiado y tiene modales exquisitos; pero descubrió que me entretenía oírle hablar con dicha jerga y, siempre que yo estaba presente, y sin que hubiera nadie que pudiera escandalizarse, decía cosas más que curiosas. Me temo, querida, que debe de estar inventándoselo todo, pues son siempre las palabras precisas para aquello que tenga que decir en el momento. Aunque, claro, esto es algo habitual en las jergas. Yo misma no sé si algún día hablaré de tal forma; no sé si a Arthur le gusta, y por ahora no le he visto usar ningún término de esta clase.
Bueno, el Señor Morris se sentó junto a mí, aparentando estar tan feliz y entusiasmado como alguien puede estar, pero me di cuenta de que lo estaba tanto como estaba nervioso. Tomó mi mano en la suya y me dijo con dulzura:
–Señorita Lucy, sé que no soy lo suficientemente bueno para ajustarme a tus zapatos pequeñicos, pero creo que si andas esperando hasta encontrar a un jabato que lo sea, te unirás a unas cuantas mozas a dos velas cuando acabes por rendirte. ¿No querrías venirte conmigo pa’ prometerte y así allanar juntos el camino, conduciendo con riendas dobles?
Bueno; parecía estar de tan buen humor y tan feliz que no se me hizo ni la mitad de duro el rechazarle que al pobre Doctor Seward; así que dije, con toda la ligereza que pude, que no sé nada de venirse, y que no había sido nacida para usar riendas. Entonces, él me dijo que había hablado con demasiada ligereza y que esperaba que, si había cometido un error grave en ello, en una ocasión tan crucial para él, pudiera perdonarle. Al decirlo se puso realmente serio, y no pude evitar sentirme también algo seria…Sí, lo sé, Mina; sé lo que ahora vas pensar, que soy una horrible «fresca»…pues no pude evitar sentir cierta excitación al ser el segundo en un solo día. Y, entonces, querida, antes de que pudiera añadir una sola palabra, él comenzó a expresar un torrente perfecto de amor hacia mí, entregándome su corazón y alma enteros. Se mostraba tan sincero en la materia que jamás volveré a creer que un hombre siempre esté jugando, que nunca sea sincero, solo porque así sea feliz de cuando en cuando. Supongo que él vio algo en mi rostro que le ayudó a comprender, pues paró de golpe y me dijo con cierto fervor masculino que podría haberle amado de haber sido libre…
–Lucy, eres una chica honesta hasta la médula; lo sé. No debería estar aquí, hablándote como si no creyera en tu genuino coraje, intrínseco a las mayores profundidades de tu alma. Dime, de un colega a otro, ¿hay alguien más a quién ames? Y, si es así, no te comeré la cabeza nunca jamás, pero seré, si me dejas, tu más que fiel amigo.
Mi querida Mina, ¿por qué son los hombres tan nobles cuando las mujeres no lo merecemos? Aquí estaba, a punto de reírme de este genuino caballero de gran corazón. Me echo a llorar…Me temo, querida, que vas a creer que esta es una carta muy torpe en más de un sentido…y me sentí muy mal. ¿Por qué no puede una chica casarse con tres hombres, o tantos como la deseen, y librarse de tanto problema? Más esto es herejía y no debo decirlo. Me alegro de que, incluso llorando, pude mirar a Mister Morris a sus valientes ojos, y decirle directamente:
–Sí, hay alguien a quién amo, aunque él todavía no me ha correspondido con palabras –hice bien en hablar con total franqueza, pues una luz iluminó su cara, extendió sus manos y tomó las mías (creo que las acercó a las suyas) para decirme, desde lo más profundo de su corazón:
–Esa es mi valiente muchacha. Es mejor llegar tarde a conseguirte que llegar a tiempo con cualquier otra chica del mundo. No llores, querida. Si es por mí, soy duro de pelar; y las tomo todas de frente. Si ese otro individuo no entiende la suerte que tiene… Bueno, más le vale espabilar, o tendrá que vérselas conmigo. Chiquilla, tu honestidad y coraje me han convertido en tu amigo, y eso es algo aún más extraño que un amante; sea como sea, es menos egoísta. Querida, voy a tener una existencia muy solitaria de aquí al Reino de los Cielos. ¿Me concederías un beso? Será algo para mantener a raya a la oscuridad de vez en cuando. Puedes, ya sabes, si ese otro buen chaval…pues debe ser un colega legal, querida, y uno de los buenos, para que tú lo ames…todavía no se ha declarado.
Esto me ganó, Mina, pues fue valiente y dulce por su parte, y también noble, en su forma de referirse a su rival, ¿no crees? Y estaba tan triste…así que me incliné sobre él y le besé. Se levantó, todavía sosteniendo mis manos, y bajó la vista a mi rostro (me temo que estaba completamente sonrojada) para decirme:
–Chiquilla, sostengo tu mano y me has besado y, si esto no nos hace amigos, nada jamás lo hará. Gracias por tu dulce honestidad y ¡a más ver! –estrujó mi mano una última vez y, tomando su sombrero, se marchó del cuarto sin mirar atrás, sin derramar una lágrima, ni temblar, ni pararse; y aquí estoy yo, llorando como un bebé. Oh, ¿por qué debe un hombre así ser infeliz cuando hay muchísimas chicas que adorarían el mismísimo suelo que pisa? Sé que si yo estuviera soltera…solo que, no quiero estarlo. Querida, esto me turba, y creo que no puedo escribir ahora de felicidad, después de contarte esto; y no deseo hablarte de El Número Tres hasta que pueda ser plenamente feliz.
Tu siempre amante,
LUCY.
P.D: Oh, sobre El Número Tres…no hace falta que te detalle a El Número Tres, ¿verdad? Además, fue todo muy confuso; pareció que apenas pasó un instante entre que entrara en la habitación y que sus brazos me envolvieran, y ya me estaba besando. Soy muy, muy feliz y no sé qué he hecho para merecerlo. Tan solo, debo tratar en el futuro de mostrarle a Dios en su bondad que estoy agradecida de que me haya enviado a tal amante, a tal marido, a tal amigo.
Adiós.