DIARIO DE JONATHAN HARKER
(Escrito en código taquigráfico).
24 de Junio, antes del amanecer
La noche pasada el Conde se marchó pronto, encerrándose en su propio cuarto. Tan pronto como me atreví, me apresuré hacia arriba por las sinuosas escaleras y miré por la ventana que daba al Sur. Pensé que podría vigilar si aparecía el Conde, pues está tramando algo. Los Szganys están acuartelados en algún lugar dentro del castillo, haciendo algún tipo de trabajo. Lo sé porque de vez en cuando oigo un lejano sonido amortiguado, como si de azadón y pala se trataran y, sea lo que sea, debe ser para lograr alguna despiadada villanía.
Cuando llevaba mirando por la ventana en torno a media hora (un poco menos), vi algo salir de la ventana del Conde. Me retraje y observé con cuidado, viendo al hombre emerger al completo. Me causó un nuevo estado de perplejidad, al darme cuenta de que vestía las mismas ropas que yo había llevado en mi viaje hasta aquí y que de su hombro colgaba la terrible bolsa que había visto a las mujeres llevarse. No me cabía ninguna duda sobre cuál era su misión, ¡y se atrevía a hacerlo con mis ropajes! Esto, entonces, es su nuevo esquema para el mal: va a permitir que otros me vean, o eso crean, para así que pueda dejar evidencia tanto de que he sido visto en pueblos y ciudades mandando por correo mis propias cartas como de que cualquier maldad que él pueda hacer debe serme atribuida.
Me enfurece pensar que esto puede continuar y, mientras me mantengo aquí en completo silencio, un Prisionero Certificado, pero sin ninguna protección de La Ley; ni siquiera de aquella a la que incluso los criminales tienen derecho.
Pensé en aguardar el retorno del Conde y me senté durante largo tiempo con las piernas recogidas junto a la ventana. Entonces, empecé a fijarme una especie de curiosas pequeñas motas que flotaban y eran reflejadas por los rayos de la luna llena. Eran las motas de polvo más pequeñas imaginables y se encontraban unidas y cercanas en grupos de aspecto nebuloso. Las miré, con su efecto relajante, y noté como mi estrés se rebajaba. Me dejé caer en la búsqueda de una posición más cómoda, para poder así darle más vueltas a la curiosa situación.
Algo me hizo desperezarme; el grave y lastimoso aullido de los perros en algún lugar valle abajo, que está oculto a mi campo de visión. Parecía pitar cada vez con más fuerza en mis oídos y las motas de polvo flotantes tomar nuevas formas al compás del sonido, como si bailaran bajo la luz de la Luna. Me encontré luchando por despertar de alguna manera parte de mis instintos… Nada; mi propia alma estaba sufriendo y mis medio-olvidadas sensibilidades estaban tratando de responder a la llamada. ¡Me estaban hipnotizando! El polvo bailaba cada vez más rápido y los halos de luz parecían temblar al pasar por mí hasta la masa de oscuridad más allá.
Más y más se iban acumulando hasta aparentar conformar débiles figuras fantasmales. Entonces, parecí despertar, totalmente despejado y en completa posesión de mis sentidos y corrí gritando, alejándome del lugar. Las formas fantasmales, que empezaban a ganar consistencia a partir de los haces de luz lunar, resultaron ser las tres fantasmagóricas mujeres a las que me encontraba condenado. Hui y me sentí más seguro en mi propio cuarto, al que la luz de la Luna no llegaba y en donde la lámpara brillaba con fuerza.
Una vez hubieron pasado un par de horas, oí como algo era arrastrado por el suelo en la habitación del Conde, algo que recordaba al canto de una ballena. Después, se hizo el silencio; un silencio profundo e incómodo, que me heló la sangre.
Conforme me sentaba, oí un sonido proveniente del patio exterior que no esperaba: el agonizante grito de una mujer. Me apresuré a la ventana y, forzándola, miré a través de los barrotes. Había, de hecho, una mujer despeinada, que mantenía las manos sobre su corazón como se suele hacer por el estrés tras una carrera. Se encontraba apoyada en una esquina de la entrada. Cuando se fijó en mi rostro en la ventana, lanzó en mi dirección y continuó gritando, con una voz cargada de amenazas:
– ¡Monstruo! ¡Dadme a mi niño!
Se dejó caer sobre sus rodillas, alzando las manos y gimiendo las mismas palabras en un tono que me encogió el corazón. Entonces, se empezó a arrancar el cabello y golpearse el pecho con él, abandonándose a sí misma a la absoluta violencia proveniente de emociones extravagantes. Finalmente, se dejó caer a sí misma y, aunque no pude verla, pude oír el golpe de sus manos desnudas contra la puerta.
En alguna zona especialmente elevada, posiblemente la torre, oí la voz del Conde llamando con su agrio suspiro metálico. Su llamada parecía ser respondida a lo largo y ancho por los aullantes lobos. Antes de que hubiera pasado demasiado tiempo un grupo de estos apareció a través de la amplia entrada al patio exterior, como si de un grupo de presos liberados se tratara.
No hubo grito alguno por parte de la mujer y el aullido de los lobos fue breve. No mucho después, se marcharon en manada, relamiéndose.
No pude sentir pena de la mujer, pues sabía lo que había ocurrido con su hijo y la muerte era lo mejor que le podía haber pasado.
¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de estas terribles circunstancias, de esta noche, y pesadumbre, y miedo?