20 de Septiembre
La masculinidad tóxica evita una demanda tocha. Dos formas muy diferentes de afrontar la finalización de una relación
INFORME DE PATRICK HENNESSEY, DOCTOR EN MEDICINA (ENTRE OTROS MUCHOS TÍTULOS), PARA JOHN SEWARD, DOCTOR EN MEDICINA
20 de Septiembre
Estimado Señor,
De acuerdo con sus deseos, adjunto un informe sobre el estado de todo aquello que ha sido dejado a mi cargo… En lo que respecta al paciente, Renfield, hace falta hacer hincapié. Ha tenido otro ataque, que podría haber tenido un final terrible, pero que, por fortuna, no se vio acompañado de trágicos resultados. Esta tarde un carruaje de cargo con dos hombres vino a hacer un encargo a la casa abandonada cuyos terrenos están puerta con puerta con los nuestros (la que casa hacia la que, como usted recordará, el paciente había huido ya dos veces). Los hombres se pararon ante nuestra puerta para preguntar al portero el camino exacto, como si fueran extranjeros. Estaba observando la escena desde la ventana del estudio, fumando tras la cena, cuando vi a uno de ellos llegar hasta la casa. Conforme pasaba junto al cuarto de Renfield, el paciente comenzó a despotricar hacia él desde dentro y le acabó llamando tantos insultos como nuestra lengua posee. El hombre, que parecía un buen hombre, se contuvo diciéndole tan solo que «se callara, pordiosero mal-hablado», a lo que nuestro hombre replicó acusándole de robarle y querer matarle, y dijo que le impediría llevar a cabo su cometido a la mínima oportunidad. Abrí la ventana y le hice señas al hombre para obviarle, así que se limitó a mirar por encima del mismo, haciendo sus propias asunciones de a qué clase de lugar había ido a parar; diciendo:
–Zeñor os bendiga, zeñor, no me guztaría lo que de mí ze dijera en una caza repleta de locos. Me compadezco de uzte’ y el jefe por tener que vivir en una casa con beztias como eza –. Después, preguntó por su propio camino de manera civilizada, y le dije dónde estaba la puerta principal de la casa abandonada. Se marchó, seguido por las amenazas, insultos e injurias de nuestro hombre.
Bajé a ver si podía averiguar la causa de su ira, siendo que normalmente tenía tan buen comportamiento, y, excepto en sus ataques violentos, nunca había pasado nada similar. Lo encontré, para mi sorpresa, bastante tranquilo y en una postura de lo más cordial. Traté de hacerle hablar del incidente, pero él preguntó con total indiferencia a qué me refería y me hizo creer que no era consciente en absoluto del asunto. Se trataba, me temo, sino de otra muestra de su astucia, pues en media hora le pude oír otra vez. Esta vez se había escapado a través de la ventana de su cuarto y estaba corriendo avenida abajo. Llamé a los asistentes para seguirme y corrimos tras él, pues temía que tratara algún tipo de maldad.
Mi miedo se vio justificado cuando vi el mismo carruaje que había pasado antes bajando por la acera, cargado con una serie de grandes cajas de madera. Los hombres estaban secándose sus frentes y estaban sonrojados, como si hubiera realizado un ejercicio físico extenuante. Antes de que pudiéramos llegar hasta él, el paciente corrió hacia ellos, tirando a uno de ellos del carro, y comenzó a golpear su cabeza contra el suelo. Si no hubiera logrado asirlo justo en el momento preciso que lo hice, creo que hubiera matado al hombre allí mismo. El otro saltó y le golpeó en la cabeza con el pomo de su pesado látigo. Fue un golpe terrible, pero no pareció sentirlo, yendo a por él también y, forcejeando con los tres, nos zarandeó como si fuéramos gatitos. Ya sabe usted que no soy lo que alguien llamaría enjuto y los otros dos eran ambos hombres fornidos. Al principio guardaba silencio mientras luchaba; pero conforme comenzamos a dominarlo, y los asistentes le pusieron la chaqueta de fuerza, empezó a gritar:
– ¡Frustraré sus planes! ¡No me robarán! ¡No me matarán golpe a golpe! ¡Lucharé por mi Amo y Señor! –y todo tipo de desvaríos similares. Fue una tarea de dificultad considerable el lograr traerlo de vuelta y encerrarlo en la sala acolchada. Uno de los asistentes, Hardy, se rompió un dedo. Sin embargo, lo he arreglado todo y ahora va mejorando.
Los dos transportistas fueron en un primer momento muy vocales con sus amenazas de llevar a cabo acciones por los daños y pérdidas causados, y prometieron azuzar a todo su equipo legal contra nosotros. Sin embargo, sus amenazas estaban mezcladas con una especie de disculpa indirecta por el hecho de haber sido derrotados por un hombre enfermizo. Dijeron que, de no haber sido por el esfuerzo que les había costado cargar y desplazar las pesadas cajas hasta el carro, hubieran podido con él. Otra razón que dieron para su derrota fue el estado de desgana al que se habían visto sometidos por la mustia naturaleza de su ocupación, y la casi denunciable distancia de su escena de trabajo de cualquier tipo de entretenimiento público. Podía entender bastante bien su razonamiento y, tras un vaso de grog (o más de uno) y cada uno con un soberano en su mano, empezaron a tratar con mayor levedad el ataque y sentenciaron que se encontrarían con un loco peor un día cualquiera, que les haría agradecer el haber conocido a tan prometedor y buen hombre como es su «responsabilidad». He dejado por escrito sus nombres y direcciones, en caso de que sean necesarios. Son los siguientes: Jack Smollet, de Alquileres Dudding, Calle King George, Great Walworth; y Thomas Snelling, Avenida de Peter Farley, Guide Court, Bethnal Green. Ambos están empleados por Harris e Hijos, Compañía de Mudanzas y Envíos, Patio Orange Master, Soho.
Le informaré de cualquier otra materia de interés que ocurra aquí, y le llamaré directamente si ocurriera algo de importancia.
Confíe en mí, estimado Señor,
Suyo desde el más absoluto respecto,
PATRICK HENNESEY
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
20 de Septiembre
Solo mi propia resolución y la costumbre me permiten grabar esta entrada esta noche. Mi estado es demasiado miserable, demasiado desanimado, demasiado asqueado del mundo y todo en ello, incluyendo la vida en sí misma, y no me importaría ahora mismo oír el aleteo de las alas de Ángel de la Muerte. Y ha estado batiendo estas lúgubres alas con cierto propósito últimamente; la madre de Lucy y el padre de Arthur y ahora…Dejadme continuar con mi trabajo.
Relevé sin ánimo alguno a Van Helsing en su vigilancia sobre Lucy. Queríamos que Arthur también descansara, pero se negó en un primer momento. Solo fue cuando le dije que querríamos que también nos ayudara durante el día, y que no debiéramos acabar todos extenuados por la falta de descanso, por si esto provocaba el sufrimiento de Lucy, que accedió a descansar. Van Helsing fue muy amable con él.
–Ven conmigo, mi muchacho, ven. Estás enfermo y débil, y tienes tanta pena y daño psicológico, así como un desgaste físico que todos conocemos. No debes estar solo, pues estar solo es caer en el llanto y los pensamientos alarmistas. Ven a la sala de estar, donde hay un fuego considerable y dos sofás. Puedes tenderte en uno, y yo en el otro, y nuestra mutua simpatía nos consolará el uno al otro, incluso si no hablamos, incluso si estamos dormidos.
Arthur se marchó con él, lanzando una última mirada angustiada al rostro de Lucy, que yacía en su cojín, casi más blanco que el propio lino. Yacía muy quieta, y yo me di una vuelta por el cuarto para asegurarme de que todo estuviera en su sitio. Podía ver que El Profesor había procedido en este cuarto, como había hecho en el otro, a usar ajo; los márgenes de todas las ventanas apestaban al mismo y, en torno al cuello de Lucy, sobre el pañuelo de seda que Van Helsing le había hecho mantener puesto, había un hosco rosario de estas mismas flores olorosas. Lucy respiraba entre lo que parecían estertores, y su rostro tenía peor aspecto que nunca, pues su boca entreabierta mostraba las pálidas encías. Sus dientes, en la tenue, incierta luz, parecían más largos y afilados de lo que aparentaban aquella mañana. Particularmente, por alguna clase de truco de la luz, sus caninos parecían ser más largos y afilados que el resto. Me senté junto a ella y comenzó a moverse incómoda. En ese mismo instante un sordo aleteo vino desde la ventana. Me acerqué silenciosamente y eché una ojeada por la esquina del cierre. Había luna llena y pude ver que el ruido era producido por un murciélago de gran tamaño, que volaba en círculos (sin duda atraído por la luz, a pesar de ser esta tan débil) y de vez en cuando golpeaba la ventana son sus alas. Cuando volví a mi asiento, me di cuenta de que Lucy se había movido ligeramente, y tirado bien lejos las flores de ajo de su cuello. Las recoloqué lo mejor que pude y me senté a vigilarla.
Conforme se despertó, le di de comer, tal y como Van Helsing había indicado. Tomó muy poco y con languidez. No parecía haber ahora una lucha inconsciente por su vida y fuerza y, por lo tanto, su enfermedad no estaba tan marcada. Me pareció curioso que en el momento en el que recuperó la consciencia apretara las flores de ajo contra sí misma. Era curioso que, cada vez que caía en su estado letárgico, con aquella respiración estertorosa, tratara de librarse de las flores; pero que en cuanto despertaba tratara de asirlas lo más cerca de sí posible. No había forma alguna de estar malinterpretando esto, pues en las largas horas que siguieron, tuvo muchos «ataques» de sueño y despertar en el que ambas acciones se repitieron muchas veces.
A las seis en punto Van Helsing vino a relevarme. Arthur había caído en un estado de duermevela, y él piadosamente le había dejado descansando. Cuando vio el rosto de Lucy pude oír el siseo contenido en su respiración, y me dijo en un susurro directo:
–Sube la persiana, ¡necesito luz! –tras esto, echó la rodilla al suelo y, con su cara casi tocando la de Lucy, la examinó con cuidado. Apartó las flores y levantó el pañuelo de seda en torno a su cuello. Conforme hacía esto, se echó hacia atrás, y pude oír su exclamación: «Mein Gott!», conforme esta se ahogaba en su garganta. Me incliné para mirar y, también, al fijarme un extraño escalofrío me invadió.
Las heridas de su cuello habían desaparecido por completo.
Durante cinco minutos enteros, Van Helsing se quedó de pie mirándola fijamente, su rostro más serio que nunca. Entonces, se giró hacia mí y dijo, con calma:
–Está muriendo. No tardará mucho. Supondrá una gran diferencia, juro por Dios, si muere consciente o dormida. Despierta a ese pobre muchacho y déjale entrar y verla una última vez. Confía en nosotros, y se lo hemos prometido.
Fui al comedor y le desperté. Él estuvo confuso durante un momento, pero cuando vio la luz del Sol colarse a través de los bordes de las ventanas, pensó que se había retraso y expresó dicho temor. Le aseguré que Lucy seguía dormida, pero le dije con la mayor delicadeza posible que tanto Van Helsing como yo temíamos que su fin estaba cerca. Hundió la cara en sus manos y se deslizó fuera del sofá, quedándose de rodillas, puede que durante un minuto entero, con su cabeza enterrada, rezando, mientras sus hombros temblaban por la pérdida. Tomé su mano y le ayudé a levantarse.
–Ven, mi viejo y querido amigo, invoca toda tu fuerza: será lo mejor y más fácil para ella.
Cuando entramos al cuarto de Lucy, me di cuenta de que Van Helsing había, tan concienzudo como de costumbre, estado organizando todo el cuarto y haciendo que se viera lo más agradable posible. Había llegado incluso a peinar el pelo de Lucy, de forma que ahora yacía en la almohada esparcido en doradas ondas. En cuanto dimos un paso dentro de la habitación, abrió sus ojos y, al ver a Arthur, suspiró con delicadeza:
– ¡Arthur! Oh, amor mío, ¡me alegro tanto de que hayas venido! –Se estaba preparando para besarla cuando Van Helsing le asió hacia atrás.
–No –susurró –, ¡no todavía! Toma su mano; la consolará más.
Así que Arthur tomó su mano y se inclinó junto a ella, y ella tenía mejor aspecto que nunca, con todas sus suaves facciones encajando a la perfección con la belleza angelical de sus ojos. Entonces, gradualmente, sus ojos se cerraron, y cayó en un profundo sueño. Durante un breve periodo, su pecho respiró con delicadeza, y su aliento iba y venía como el de un niño cansado.
Y, sin previo aviso, vino el extraño cambio en el que me había fijado aquella noche. Su respiración se volvió estertorosa, su boca se entreabrió y sus pálidas encías, retraídas, hacían a sus dientes parecer más largos y afilados que nunca. En una especie de estado sonámbulo, algo vago, inconsciente, abrió sus ojos, que ahora no mostraban emoción alguna a la par que estaban cargados de intensidad y dijo con una voz dulce, voluptuosa, como nunca antes había oído salir de entre sus labios:
– ¡Arthur! Oh, mi amor, ¡me alegro tanto de que hayas venido! ¡Bésame! –Arthur se inclinó ansioso para besarla; pero en ese mismísimo instante Van Helsing que, como yo, había sido tomado por sorpresa por su voz, le echó hacia atrás, agarrándolo del cuello con ambas manos, tirando de él con una furia que le daba una fuerza que jamás hubiera imaginado poseía, haciendo que Arthur acabara prácticamente en el otro extremo de la habitación.
– ¡Por lo que más quieras, no! ¡Por tu alma y la suya! –Se posicionó entre ambos como un león en guardia.
Arthur estaba tan sorprendido que durante un instante no supo qué hacer o decir; y antes de que cualquier impulso violento le pudiera poseer, se dio cuenta de las circunstancias y se mantuvo en el sitio en silencio, esperando.
Mantuve mis ojos fijos en Lucy, tal y como hizo Van Helsing, y vimos un arranque de ira atravesar su rostro como una sombra; los afilados dientes apretados unos contra otros. Entonces, sus ojos se cerraron, y comenzó a respirar con dificultad.
Poco después, tras haber vuelto a abrir los ojos con toda su candidez y, extendiendo su demacrada, pálida y delgada mano, tomó la de Van Helsing, que era oscura y grande; acercándosela a sí misma, la besó.
–Mi fiel amigo –dijo con una voz muy débil, pero con decisión innegable –, mi fiel amigo, ¡y los suyos! Oh, vigiladlo, ¡y traedme Paz!
– ¡Lo prometo! –dijo El Profesor, solemnemente, arrodillándose junto a ella y alzando su mano, como quién hace un juramento. Entonces, se giró hacia Arthur, y le dijo: –Ven, hijo mío, toma su mano entre las tuyas y bésala en la frente una sola vez.
Sus ojos se encontraron en vez de sus labios; e igual que hubieran hecho estos, se separaron.
Los ojos de Lucy se cerraron y Van Helsing, que había estado observando de cerca, tomó a Arthur por el brazo y lo apartó.
Después, el respirar de Lucy se volvió de nuevo estertoroso, para después cesar para siempre.
–Se acabó –dijo Van Helsing –. Está muerta.
Tomé a Arthur del brazo y le alejé hasta el salón, donde se sentó y cubrió la cara con las manos, llorando de tal forma que casi me rompe el mero hecho de observarle.
Volví al cuarto, para encontrar a Van Helsing observando a la pobre Lucy, con expresión aún más severa que antes. Se había producido un extraño cambio en su cuerpo. La muerte le había devuelto parte de su belleza, pues sus mejillas y frente habían recobrado parte de sus hermosas líneas; incluso sus labios habían perdido su mortal palidez. Parecía como si la sangre, que ya no necesitaba para el correcto funcionamiento del corazón, se hubiera marchado para diluir la dureza de la muerte en la medida de lo posible.
–Pensábamos en ella muerta cuando dormía, y dormida cuando ha muerto.
Me coloqué tras Van Helsing y dije:
–Oh, bueno, pobre chica, al menos por fin está en Paz. ¡Este es el fin!
Se giró hacia mí y dijo, con grave solemnidad:
–No exactamente, ¡de hecho! Para nada es así. ¡Esto es tan solo el comienzo!
Cuando le pregunté a qué se refería, él se limitó a negar con la cabeza y responder:
–Todavía no podemos hacer anda. Espera y verás.