«LA GACETA DE PALL MALL», 18 DE SEPTIEMBRE
LOBO HUÍDO.
LA PELIGROSA AVENTURA DE NUESTRA ENTREVISTADORA.
Entrevista con el Guarda en los Jardines Zoológicos
Tras muchas averiguaciones -y casi equivalentes puertas cerradas-, y el uso perpetuo de las palabras «Gaceta de Pall Mall» como talismán, he conseguido encontrar al guarda de la sección de los Jardines Zoológicos entre los que se incluye el Departamento de Lobos. Thomas Bilder vive en una de las cabañas en el recinto detrás de los elefantes y justo estaba sentándose para descansar tomándose un té cuando fui a buscarlo. Thomas y su mujer son gentes hospitalarias, ya de cierta edad, y sin niños. Además, si la muestra que he podido disfrutar de su hospitalidad es una muestra válida de su bondad habitual, su vida debe de ser muy agradable. El guarda se negó a hablar de lo que él mismo denominó «negocios» hasta haber terminado la cena y que todos estuviéramos satisfechos con la misma. Entonces, una vez la mesa hubo sido recogida y él encendido su pipa, dijo:
–Ahora, «señor», puede prejuntarme lo que usted quiera. Deberá esculpar si me nego a hablar de asuntos pofesionales antes de jalar. Dar a los lobos, y los chacales, y las hienas en toda nuestra sección sus tés antes de comienzar a prejuntarles preguntas.
– ¿A qué se refiere con lo de «preguntarles preguntas»? –inquirí, esperanzada de ponerle del ánimo correcto para hablar.
–Darles ‘obre la chaveta con una vara es una forma; la rascada detrás de las orejas es otra, cuando los caballeros sonrojados deseando un pequeño espectáculo que mostrar a sus muchachas. A mí la fusta no me entusiasma…el golpearlos con un palo antes de darles su cena...pero, esperar hasta que hayan zampa’o su jerez y cofé, por así decirlo, antes probar el rascarles las ojeras. Si no le importa que se lo comente –añadió filosóficamente –, hay una gran parte de nuestra naturaleza que también es suya, de to’s estos animales. Aquí está usted, prejuntándome preguntas sobre mis asuntos y yo parezco un gruñón que solo ‘tá aquí para tus incipientes prejuntas, para las que ya está soltando el látigo antes de esjuchar la respuesta. Ni siquiera cuando me ha prejuntado con sarcasmo si debería prejuntar al Superintendente si podía usted facerme preguntas. Sin que se ofenda, ¿le he pedidio acaso que se vaya a tomar viento?
–Lo ha hecho.
–Y entonces usted me ha amenazado con denunciarme por el uso de lenguaje obsceno sobre los límites permitidos; pero las prejuntas hechas estaban bien. No iba a poerme a luchar, así que esperé a la comida, y auié como lo hacen lobos, leones y también tigres. Pero, por el amor de Dios, ahora que mi vieja señora me ha cascado un pedazo de su tarta para el té y enjuagado con su despejante tetera antigua, y estoy ya más avivado, puede usted rascarme tras las orejas todo lo que sea capaz, y no le gruñiré ni una vez. Navegue por sus preguntas. Sé a lo que usted viene, a ese lobo escapa’o.
–Exacto. Quiero conocer su punto de vista. Tan solo, dígame como ocurrió; y cuando tenga los datos, le preguntaré cuál considera que es la causa de todo ello, y cómo cree que todo este asunto va a terminar.
–Mu’ bien, jefe. Aquí tiene to’a la historia. Es que aquí había un lobo al que llamábamos Bersicker que era uno de los tres grises que vinieron de Noruega hasta Jamrach (N/T: Zoo real, ¡que sigue existiendo!), de donde lo adquirimos hace cuatro años. Era un lobo agradable y bien entrenado, y nunca dio problemas. Estoy más sorprendido por él queriendo escapar más que cualquier otro animalo del lugar. Pero, en esto, no puedes confiar en los lobos más que en las mujeres.
– ¡No le haga caso, «señor»! –intervino la Señora Tom, con una risa alegre –. Él se ha pasao tanto tiempo atendiendo a los animalos que es un milagro que no se haya transformado en un viejo lobo e-mismo. Pero no muerde e’ verdad.
–Bueno, «señor»; habían pasado unas dos horas tras haberlo alimentao ayer cuando oí por primera vez el ruido de alboroto. Estaba preparando una cuna en la Casa-Mono para un joven puma enfermao; pero cuando oí los chillidos y aullidos, yo fue directamente. Allí estaba Bersicker mordiendo como un loco los barrotes como si quisiera marchar. No había mucha gente alrededor ese día y cerca tan solo había un hombre; un muchacho alto y delgado, con una nariz puntiguda y barba rectilínea, con algunas canas en ella. Tenía una mirada dura y fría y los ojos rojos. Me dio mala espina, pues parecía como si fuera con él con el que estuvieran los lobos molestos. Tenía guantes blancos de crío en sus manos y señaló a uno de los animalos para decirme:
–Guarda, estos lobos parecen molestos por algo.
–Igual es usted –dije yo, pues no me gustaban los aires que se daba a sí ‘ismo. No se me enfadó, como esperaba que hiciera. En vez de eso, me sonrió con insolencia, con una boca llena de dentes blancos y afilados.
–Oh no, a ellos no les gustaría.
–Oh sí, a ellos les podría gustar –dije yo, imitándole –. Ellos siempre quieren un hueso o dos para limpiarse los dientes sobre la hora del té, de los que usted tiene un porrón.
Bueno, es cosa extraña, pero cuando los animalos nos vieron charrando se acostaron y cuando me acerqué a Bersicker, me dejó rascarle tras las orejas como hacía siempre. Justo entonces el hombre me se acercó, ¡y, Dios para creer, que se puso a acariciar al lobo tras sus orejas también!
–Con cuidao, Bersicker es rápido.
–No se preocupe, ¡estoy acostumbrado a ellos!
– ¿Está usted metido en estos negocios también? –preguntado fue, quitándome el sombrero, pues un hombre en el negocio de los lobos, ante to’, es un buen amigo de los guardas.
–No, no exactamente en el negocio; pero he convertido en mis mascotas a muchos de ellos –. Y con este comentario se despide con un gesto de sombrero como corresponde a un señor, y se marcha. El Viejo Bersicker continuó mirando después de que él ya no se pudiera ver y después se tiró en un rincón y no se acercó en to’a la tarde. Bueno, hasta la noche pasá, tan pronto como la Luna se alzó, to’s los lobos comenzaron a auiar. No había na’ para que ellos le auiaran. No había nadie cerca, excepto alguien que estaba claramente llamando a un perro en algún sitio en la parte trasera de la calle del Parque. Una o dos veces fui a ver que todo etuviera bien (y así era) y luego los auidos pararon. Justo antes de las doce en punto de la noche, cuando estaba dando una vuelta antes de irme pa’ casa y, me pilló por sorpresa, cuando llegué a la jaula del viejo Bersicker para encontrar las barras rotas y dobladas por todas partes y la caja vacía. Y eso es todo que se con certeridad.
– ¿Alguien más vio algo más?
–Uno de nuestros jardineros se estaba yendo pa’ casa para tener un poco de paz, cuando vio a un gran perro gris sayendo de las puertas laterales del jardín. Al menos, eso dice él, pero no me lo creería mucho, pues no le dijo ni una palabra de esto a su señora cuando llegó a casa, y solo fue tras escapar el lobo que lo dio a conocer y habíamos estado to’a la noche tratando de dar con Bersicker, cuando él decía no haber visto na’. Yo creo que to esto se le ha subió a la cabeza.
–Ahora, Señor Bilder, ¿se imagina cómo ha podido ocurrir la escapada del lobo?
–Bueno, «señor» –dijo, con una modestia algo sospechosa –, creo que puedo; pero no sé cómo de satisfiecho con la teoría.
–Ciertamente lo estaré. Si un hombre como usted, que conoce los animales, con tanta experiencia, no puede ni aproximarse a una buena suposición de qué ha pasado, ¿quién podría tan siquiera intentarlo?
–Bueno, entonces, «señor», me lo pienso así: me da la sensación que aquí el lobo escapó simplemente…porque quería escapar.
Por la honestidad con el que tanto Thomas como su mujer se rieron de la broma, pude ver que ya la habían hecho antes, y que toda la explicación era tan solo un preámbulo para ella. No pude aguantar el vacile del capaz Thomas, pero pensé que conocía una manera más segura de llegar a su corazón, así que dije:
–Ahora, Señor Bilder, consideremos que este medio-soberano ha sido cobrado por usted, y que su hermano aquí presente está esperando para ser reclamado cuando me haya contado lo que cree que pasó.
–Ahí le se visto, «señor» –dijo, enérgicamente –. Me se disculpará, lo sé, por burlarme de usted, pero la vieja mujer aquí me guiñó el ojo, que era tanto como pedirme que siguiera la broma.
–Dios, ¡yo nunca haría! –dijo la anciana.
–Opino lo siguiente: que el lobo este está en escondido, en alguna parte. El jardinero que no recordaba dijo que estaba galoepando hacia el Norte más rápido de lo que un caballo podría; pero no ‘e creo, pues, sabe usted, «señor», los lobos no galoepan más de lo que lo haría un perro, no están constritruidos así. Los lobos son criaturas preciosas en las leyendas y me atrevo a decirle que cuando se juntan en manadas consiguen transmutiarse en algo más a temer que todos ellos por separa’o, y pueden hacer un sonido endemoniado y destrozar cualquier cosa. Pero, Dios le bendiga, en la vida real el lobo es tan solo una criatura menor, ni la mitad de inteligente o atrevida que un buen perro, y no tienen en su interior ni la mitad de un cuarto de la lucha de estos. Este no está acostumbrado a luchar, nis quiera a proveer para sí mismo; lo más probable es que esté aun rondeando el Parque, escondiéndose, temblándola y, si piensa un mínimo, preguntándose donde puede conseguir su desayuno; o quizás ha bajado a alguna zona con porches asfaltados. Ya veo, ¡algún despistado tratar de empezar a correr cuando vea sus ojos verdes brilliando en su dirección en la oscuridad! Si no consigue comida, está obligado a buscarla y, si va de mal en peor, siempre existe la posibilidad de que acabe dándose por ver en una carnicería. Si no, igual alguna institutriz que vaya a pasearse con un soldado, dejando al enfante en el carrito…bueno, entonces no me sorprenderá si el censo cuenta con un babé menos. Eso es todo.
Le estaba tendiendo el medio-soberano cuando algo golpeó la ventana y el rostro del señor Bilder se alongó exageradamente con sorpresa.
– ¡Dios mío! Si no es el viejo Bersicker volviendo por su propia cuenta.
Fue hasta la puerta y la abrió; un procedimiento de lo más innecesario, a mi parecer. Siempre he creído que un animal salvaje nunca es tan hermoso como cuando hay un obstáculo de marcada durabilidad entre nosotros; una experiencia personal ha intensificado más que disminuido esta idea.
Sin embargo, después de todo, no hay nada como las costumbres, pues ni Bilder ni su mujer pensaban en el lobo de forma distinta a como lo harían en un perro. El animal mismo era tan pacífico y bien educado como el padre de todo lobo modélico…otrora el amigo de Caperucita Roja, mientras manipulaba su confianza hacia su engaño.
Toda la escena era una mezcla indiscernible de comedia y patetismo. El villano lobo que durante un día había paralizado a Londres entero y puesto a todos los niños de la ciudad a temblar de pies a cabeza, estaba ahora en una especie de actitud penitente, y era recibido y tratado como una especie de hijo pródigo lupino. El viejo Bilder lo examinó con la solicitud más cariñosa y, al acabar con su penitencia, dijo:
–Aquí, sabía que el pobre chaval se metería en alguna clase de problema, ¿no lo estaba yo ya diciendo? Aquí su cabeza está toda cortada y cubierta de cristales rotos. Se ha estado ‘olpeando contra alguna pared u otra. Es una vergüenza que la gente pueda poner sobre sus muros botellas rotas. Esto es todo lo que se saca con ello. Ven conmigo, Bersicker.
Se llevó al lobo y lo encerró en una jaula, con una pieza de carne que satisfizo, en cantidad al menos, las condiciones elementales del animal y se marchó a informar.
Me marché también, para informar la información totalmente exclusiva que se me ha dado hoy con respecto a la extraña escapada del zoo.
CARTA, MINA HARKER A LUCY WESTENRA
(Nunca abierta por esta)
18 de Septiembre
Mi queridísima Lucy,
Una gran tristeza ha caído sobre nosotros. El Señor Hawkins ha muerto repentinamente. Hay quienes creen que esto no es una desgracia para nosotros, pero ambos hemos llegado a quererle tanto que sentimos que hemos perdido a un padre. Nunca conocí a mi padre o a mi madre, así que el querido anciano muriera ha sido un verdadero golpe para mí. Jonathan está tremendamente angustiado. No solo siente tristeza, profunda tristeza, por nuestro querido buen hombre, que ha sido su amigo toda la vida, y que ahora al final le trataba como a su propio hijo y le ha dejado una fortuna con la que gente de nuestro modesto origen no concebía ni en nuestro sueños de mayor avaricia; pero Jonathan también lo siente a otro nivel. Dice que la cantidad de responsabilidad que le pone sobre los hombros le hace sentir nervioso. Ha empezado a dudar de sí mismo. He tratado de animarle, y es mi confianza en él lo que le ayuda a confiar en sí mismo. Pero, claro, también está el severo trauma que ha experimentado, que también se acumula sobre él. Oh, es tan duro ver a alguien tan dulce, simple, noble y fuerte en naturaleza como es él (una naturaleza que le ha permitido con la ayuda de nuestro querido amigo el pasar de ser empleado a jefe en pocos años) se vea tan dañado hasta el punto de que la propia esencia de su fuerza desaparezca. Perdóname, querida, si te preocupo demasiado con mis problemas en mitad de tu propia felicidad; pero, querida Lucy, debo contárselo a alguien, pues la carga de mantener una apariencia valiente y alegre frente a Jonathan me agota, y no tengo a nadie aquí en quién confiar. Me estremezco al pensar en volver a Londres, como debemos hacer el día después de mañana; pues el pobre Señor Hawkins ha dejado escrito en su testamento que deberá ser enterrado en la tumba donde ya yace su padre. Como no tiene a nadie más, Jonathan deberá liderar la comitiva funeraria. Trataré de apurarme a verte, queridísima, incluso si es por unos minutos. Disculpa que te esté preocupando. Todas mis bendiciones,
Tuya amante,
MINA HARKER
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
18 de Septiembre
Me acabo de bajar del tren a Londres. La llegada del telegrama de Van Helsing me ha llenado de pena. Toda la noche perdida y sé por amarga experiencia todo lo que puede pasar en una noche. Por supuesto, es posible que todo esté bien, pero ¿qué puede haber pasado? Seguro que hay alguna clase de terrible condena sobre nosotros, haciendo que todo posible accidente entorpezca todo cuanto tratemos de hacer. Debo tomar este cilindro conmigo y así podré completar mi entrada en el fonógrafo de Lucy.
He conducido sin una sola parada hasta Hillingham, y llegado pronto. Pidiendo a mi coche que esperara en la puerta, he subido la avenida solo. He llamado a la puerta con delicadeza y sonado el timbre con la mayor discreción posible, pues temía molestar a Lucy o su madre, y esperaba solo atraer a un sirviente hasta la puerta. Después de cierto tiempo, al no encontrar respuesta alguna, he vuelto a llamar; aún sin respuesta. He maldecido la vagancia de los sirvientes, que parecían estar durmiendo a una hora tan impropia (pues eran las diez de la mañana) y así llamé de nuevo, pero con mayor impaciencia, aún sin conseguir respuesta. Previamente había culpado exclusivamente a los sirvientes, pero ahora un terrible miedo comenzó a asaltarme. ¿Era esta desolación otro eslabón más en la cadena de desgracias que parecía estar cerrándose en torno a nosotros? ¿Era esta en verdad una casa de muerte a la que había llegado demasiado tarde? Sabía que minutos, incluso segundos, de retraso podrían suponer horas de peligro para Lucy, si había tenido otra vez una de aquellas terribles recaídas; y le di la vuelta a la casa para tratar de hallar cualquier forma de entrar.
No pude encontrar ninguna forma de ingresar. Toda ventana y puerta estaba cerrada a cal y canto, y retorné desconcertado al porche. Conforme hacía esto, oí el rápido pisar de un caballo bien dirigido. Se pararon en la puerta, y unos pocos segundos después me encontré con Van Helsing subiendo a toda prisa por la avenida. Cuando me vio, exclamó:
–Entonces eras tú, ¡y acabas de llegar! ¿Cómo está ella? ¿Hemos llegado demasiado tarde? ¿No te llegó mi telegrama?
Le respondí lo más rápido y coherentemente que pude, diciéndole que el telegrama apenas había llegado a mis manos más pronto esa misma mañana, y que no había perdido ni un minuto en venir aquí, y que no lograba que nadie dentro de la casa me oyera. Él me paró y se quitó el sombrero con solemnidad.
–Entonces, me temo que llegamos demasiado tarde. ¡Dios en la Tierra! –Con su habitual energía recuperativa continuó –Ven. Si no hay forma alguna de entrar disponible, deberemos crearla. El tiempo lo es todo ahora mismo.
Fuimos a la parte trasera de la casa, donde estaba la ventana de la cocina. El Profesor tomó una pequeña sierra médica de su bolso y me la tendió, señalando a las barras de hierro que protegían la ventana. Me lancé contra ellas y muy pronto había atravesado tres de las mismas. Entonces, con un cuchillo largo y fino, presionamos el cierre de los marcos y abrimos la ventana. Ayudé al Profesor a entrar y le seguí. No había nadie en la cocina ni en las habitaciones de los sirvientes, que estaban muy cerca. Probamos en todas las habitaciones por las que pasamos, y en el comedor, tenuemente iluminado por los rayos de luz que se colaban a través de las persianas, encontramos a cuatro sirvientas tiradas en el suelo. No había necesidad de creer que hubieran muerto, pues sus estertores al respirar y el olor agrio a láudano en toda la habitación no dejaban duda de su condición. Van Helsing y yo nos miramos y, conforme nos marchábamos, dijo:
–Les podemos ayudar después.
Después, subimos hasta el cuarto de Lucy. Durante un instante, hicimos una pausa en su puerta para escuchar, pero no había sonido alguno que pudiéramos captar. Con rostros pálidos y manos temblorosas, abrimos la puerta con delicadeza, y entramos.
¿Cómo describir lo que vimos? En la cama yacían dos mujeres; Lucy y su madre. La última estaba más alejada y había sido cubierta por una sábana blanca, cuyo borde había sido echado para atrás por la corriente proveniente de la ventana rota, mostrando la cara blanca y consumida, con una mirada de terror fijada para siempre en ella. A su lado estaba Lucy, con un rostro pálido y aún más consumido. Las flores que habían estado en torno a su cuello estaban ahora en el pecho de su madre, y su cuello estaba desnudo, mostrando las dos pequeñas heridas en las que habíamos reparado antes, aunque ahora tenían un aspecto blanquecino que recordaba casi a una mutilación. Sin una palabra, el Profesor se inclinó junto a la cama, con su cabeza casi tocando el pecho de la pobre Lucy. Entonces, giró rápidamente su cabeza, como si estuviera escuchando y, poniéndose rápidamente de pie, me gritó:
– ¡Todavía no es demasiado tarde! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Tráeme el brandy!
Corrí escaleras abajo y volví con él, procurando olerlo y probarlo antes, no fuera a ser que este estuviera también envenado, como el decantador de jerez que había encontrado en la mesa. Las sirvientas todavía respiraban, con mayor rapidez, y teoricé que el narcótico estaba perdiendo ya su efecto. No me quedé a comprobarlo, pues debía volver con Van Helsing. Él extendió el brandy, como antes había hecho, sobre sus labios y encías y en sus muñecas y palmas de sus manos. Me dijo:
–Puedo hacer esto, es todo lo que se puede hacer ahora mismo. Debes despertar a esas doncellas. Golpéalas en la cara con una toalla húmeda, y hazlo con fuerza. Asegúrate de que consigan calor, fuego y un baño caliente. Esta pobre alma está casi tan fría como la que yace a su lado. Necesitará que subamos su temperatura antes de hacer nada más.
Me fui tan rápido como pude y casi no tuve problemas para despertar a tres de las mujeres. La cuarta apenas era una muy joven muchacha y la droga le había afectado con mucha más fuerza, así que la tendí en el sofá y la dejé dormir. Las otras estaban confusas al principio, pero conforme los recuerdos volvían a ellas empezaron a llorar y gritar con histeria. A pesar de esto, fui severo con ellas y no las dejé hablar. Les dije que haber perdido una vida era ya algo terrible, y que, si tardaban mucho, estarían sacrificando a la Señorita Lucy. Así que, todavía entre gimoteos, llevaron a cabo sus tareas, medio ataviadas como estaban, y prepararon el fuego y el agua. Por fortuna, la cocina y el calentador todavía tenían energía, y no faltaba agua caliente. Preparamos el baño y cargamos con Lucy tal cual estaba hasta él. Mientras estábamos ocupados frotando sus miembros, alguien llamó a la puerta. Una de las doncellas corrió hacia allí, apresuradamente poniéndose alguna prenda más y abrió la puerta. Cuando volvió nos dijo que había llegado un caballero con un mensaje de parte del Señor Holmwood. Le pedí que le dijera que simplemente debía esperar, pues ahora mismo no podíamos ver a nadie. Se marchó con el mensaje y, concentrado como estaba en mi tarea, me olvidé por completo de él.
Nunca en todos mis años de experiencia había visto al Profesor con tal voluntad inquebrantable. Sabía (tal y como él también sabía) que esto era una lucha cara a cara con la muerte, y en una pausa así se lo dije. Me respondió de una forma que no entendí, pero acompañada de la expresión más severa que su rostro podía componer:
–Si esto fuera todo, pararía donde estamos ahora mismo, y la dejaría irse en paz, pues no veo luz alguna sobre su horizonte –. Continuó con su trabajo con, si esto era posible, un vigor aún más frenético.
En ese momento, ambos notamos que el calor estaba empezando a surtir efecto. El corazón de Lucy latía lo justo para ser ligeramente audible en el estetoscopio, y sus pulmones llevaban a cabo un movimiento perceptible. La cara de Van Helsing casi se iluminó, y conforme la sacábamos del baño y la cubríamos con una toalla caliente para secarla, me dijo:
– ¡La primera victoria es nuestra! ¡Jaque al rey!
Llevamos a Lucy a otro cuarto, que ya había sido preparado para entonces, y la tendimos en la cama, forzando unas gotas de brandy por su garganta. Me di cuenta de que Van Helsing ataba un suave pañuelo de sede en torno a su cuello. Seguía inconsciente, y tan mal como antes, si no peor de lo que la habíamos visto nunca.
Van Helsing llamó a una de las mujeres y le dijo que se quedara con ella y no apartara la vista de ella hasta que hubiéramos vuelto, para después conducirme fuera del cuarto.
–Debemos debatir que debemos hacer ahora –dijo mientras descendíamos por las escaleras. En el hall abrió las puertas del comedor, y entramos, con él cerrándolas con cuidado tras de sí. Los pestillos habían sido abiertos, y las persianas se habían bajado ya, con la obediencia a la etiqueta en casos de defunción que las mujeres británicas de clase baja siempre tratan con cuidado. El cuarto estaba, por lo tanto, pobremente iluminado. Sin embargo, tenía suficiente luz para nuestros propósitos. La seriedad de Van Helsing se aliviaba en cierta forma por una expresión de perplejidad. Estaba claramente torturándose a sí mismo sobre algo, así que esperé un momento a que hablara.
– ¿Qué debemos hacer ahora? ¿A dónde podemos ir a buscar ayuda? Debemos darle otra transfusión de sangre y pronto, o la vida de esa chica no superará a la hora. Tú ya estás exhausto; yo también lo estoy. Temo confiar en esas mujeres, incluso si tuvieran el coraje de aceptar. ¿Qué debemos hacer para encontrar a alguien que vaya a abrir sus venas para ella?
– ¿Y qué pasa conmigo, pues?
La voz provenía del sofá al otro lado de la habitación y sus tonos me trajeron alivio y felicidad a mi corazón, pues eran aquellos de Quincey Morris. Van Helsing se mostró molesto en un primer momento, pero su rostro se suavizó y una expresión de alivio inundó sus ojos mientras gritaba:
– ¡Quincey Morris! –y se apresuraba hacia él con las manos por delante.
– ¿Qué te trae por aquí? –le dije mientras nuestras manos se encontraban.
–Supongo que podrías decir que Art es mi causa –. Me tendió un telegrama:
«Sin noticias de Seward por tres días, y estoy terriblemente nervioso. No puedo marchar. Padre sigue en mismo estado. Mándame mensaje sobre Lucy. No te retrases.-Holmwood».
–Creo que he llegado justico a tiempo. Ya sabes que solo tienes que decirme que debo hacer.
Van Helsing dio un paso adelante, y le tomó la mano, mirándole directamente a los ojos mientras le decía:
–La sangre de un hombre valiente es lo mejor en este planeta cuando una mujer está en peligro. Tú eres un hombre, no hay error posible en ello. Bueno, el diablo puede trabajar contra nosotros todo lo que quiera, pero Dios nos sigue mandando hombres cuando los requerimos.
Una vez más, pasamos por la espantosa operación. No tengo el coraje para entrar en detalles. Lucy estaba en un estado de terrible conmoción y se le notaba aún más que antes, pues incluso cuando mucha sangre llegó hasta sus venas, su cuerpo no respondió al tratamiento tan bien como en previas ocasiones. Su lucha por volver a la vida era algo escalofriante de ver y oír. Sin embargo, la actividad tanto de corazón y pulmones mejoró y Van Helsing le practicó una inyección subcutánea de morfina, como antes, con efectos positivos. Su desmayo se convirtió en un sueño profundo. El Profesor observó mientras yo iba escaleras abajo con Quincey Morris, y mandé a una de las doncellas a pagar al taxista que había estado esperando fuera. Dejé a Quincey tumbarse tras tomar un vaso de vino y le dije a la cocinera que preparara un buen desayuno. Entonces, un pensamiento me golpeó y volví al cuarto donde ahora estaba Lucy. Cuando me acerqué con cuidado, me encontré con Van Helsing sujetando una o dos hojas de papel en su mano. Evidentemente, ya la había leído, y parecía estar meditando sobre su contenido, sentado con una mano sobre su propia frente. Había una expresión de sombría satisfacción en su rostro, como la de aquel que ha resuelto una duda. Me tendió el papel diciéndome exclusivamente:
–Se ha caído de entre los pechos de Lucy cuando la he llevado al baño.
Cuando la hube leído, me levanté, clavando mi vista en El Profesor y, tras una pausa, le pregunté:
–Por Dios bendito, ¿qué significa todo esto? ¿Estaba, o aún está, loca? ¿O qué otro tipo de peligro horrible es este? –estaba tan desconcertado que no sabía que más decir. Van Helsing tendió una mano hacia mí, tomó el papel y me dijo:
–No te preocupes por ello ahora. Olvídalo por el momento. Lo entenderás todo a su debido tiempo; pero eso será más tarde. Ahora, ¿qué es lo que habías venido a decirme? –Esto me trajo de vuelta al presente y volví a ser yo mismo.
–He venido a hablar del certificado de defunción. Si no actuamos con propiedad y sabiamente, podría haber una investigación y el informe en cuestión ser redactado. Espero que no tengamos necesidad de dicha investigación, pues si la hubiera sin duda mataría a la pobre Lucy, si nada más lo ha hecho antes. Sé, y tú sabes, y el otro doctor que la atendió lo sabe, que la Señora Westenra padecía una enfermedad cardíaca y que podemos certificar que murió de ella. Rellenemos este certificado cuando antes mejor, y lo llevaré yo mismo a registrar para ir pasando por la funeraria.
–Bien, ¡oh, mi amigo John! ¡Bien pensado! Ciertamente la Señorita Lucy, si bien es cierto que puede estar triste por las desgracias que le han ocurrido, al menos es feliz por los amigos que la aman. Uno, dos, tres; todos listos para abrir sus venas por ella, junto con un viejo. Ah, sí, lo sé, amigo John; ¡no estoy ciego! ¡Y os quiero aún más por este hecho! Ahora, ve.
En el recibidor me encontré con Quincey Morris, con un telegrama para Arthur diciéndole que la Señora Westenra había muerto; que Lucy también había estado enferma, pero que ahora estaba recuperándose; y que Van Helsing y yo estábamos con ella. Le dije a donde estábamos yendo y él me apremió, pero, conforme me iba, añadió:
–Cuando vuelvas, Jack, ¿podría tener unas palabras contigo en privado? –asentí como toda respuesta y me marché. No encontré dificultad alguna en el registro y arreglé con el dueño de la funeraria local para que pasara aquella tarde a tomar las medidas del ataúd y dejar hecha el resto de la planificación.
Cuando volví, Quincey estaba esperándome. Le dije que estaría con él tan pronto como hubiera hecho una visita a Lucy, por lo que subí a su cuarto. Todavía dormía y El Profesor parecía no haberse movido de su asiento junto a ella. Al poner un dedo sobre sus labios, entendí que esperaba que ella se despertara pronto y tenía miedo de adelantar el propio curso de la naturaleza. Así que bajé a Quincey y le llevé a uno de los comedores, donde las persianas no estaban tan bajas, dándole un aspecto algo más alegre o, al menos, menos depresivo, que el resto de cuartos. Cuando estuvimos solos, me dijo:
–Jack Seward, no quiero meterme donde nadie me ha llamado; pero este no es un caso ordinario. Tú sabes que amé a esa chica y quería casarme con ella; pero, aunque todo eso ya ha pasado, no puedo evitar preocuparme por ella de todas formas. ¿Qué le pasa? El holandés…y un buen viejo es él, se ve claro…dijo, esa vez que los dos vinisteis juntos, que debíais hacer otra transfusión de sangre, y que ambos ya estabais exhaustos. Ahora, sé bien que vosotros los hombres de medicina habláis «para el público» y que un hombre no debe esperar saber sobre qué hablan en la intimidad. Pero esta no es una materia común y, sea lo que sea, he hecho mi parte. ¿No es cierto?
–Es cierto.
–Y deduzco que Art también está en el asunto. Cuando le vi hace cuatro días en su casa tenía un aspecto raro. No he visto a nadie tan para el arrastre desde que estuve en Pampas y tuve una yegua a la que tenía muchismo cariño a punto de irse a criar malvas en cuestión de una noche. Uno de esos murciélagos gigantes que llaman vampiros la atacó por la noche y fue con la forma en la que este se atiborró y la vena que dejó abierta, que no le quedó suficiente sangre ni para mantenerse de pie y tuve que meterle una bala entre ceja y ceja mientras yacía frente a mí. Jack, si puedes contármelo sin traicionar la confianza de nadie… Arthur fue el primero, ¿no es así? –Conforme hablaba, mi pobre colega parecía cada vez más nervioso. Estaba en un estado de tortuoso suspenso con respecto a la mujer que amaba y su absoluta ignorancia del terrible misterio que parecía rodearla intensificaba dicho dolor. Su mismísimo corazón estaba sangrando y tomó toda la hombría en él (y había mucha en él, todo sea dicho) para evitar terminar derrumbándose del todo. Esperé para contestar, pues sentía que no debía traicionar nada que El Profesor deseara mantener en secreto; pero ya sabía tanto, y había deducido otro tanto, que no había ninguna buena razón para no responder, así que le respondí con sus propias palabras: «Así es».
– ¿Durante cuánto tiempo?
–Unos diez días.
– ¡Diez días! Entonces, deduzco, Jack Seward, que esa pobre criatura hermosa que todos amamos ha puesto en sus venas en ese tiempo la sangre de cuatro hombres fuertes. Hombre vivo, su cuerpo entero no fue capaz de contenerla… –. Entonces, acercándose a mí, habló con un fiero tono medio susurrado: – ¿Qué se la quitó?
Negué con la cabeza.
–Eso…Ese es el quebradero de cabeza. Van Helsing está frenético con el asunto y yo estoy a punto de perder la poca cordura que me queda. No puedo ni tan siquiera el plantearme el tratar de adivinarlo. Ha habido una serie de circunstancias particulares que nos han tirado por tierra todas nuestras planificaciones para mantener a Lucy propiamente vigilada. Pero esto no debe ocurrir de nuevo. Nos quedaremos aquí hasta que todo acabe bien…o mal –. Quincey me tendió su mano.
–Contad conmigo –dijo –. Tú y el holandés me diréis lo que debo hacer y lo haré.
Cuando se despertó ya bien entrada la tarde, la primera acción de Lucy fue llevarse una mano al pecho y, para mi sorpresa, sacó de allí el papel que Van Helsing me había dejado leer. El cuidadoso Profesor lo había devuelto, para que en caso de despertarse no se alarmara. Sus ojos brillaron al fijarse en Van Helsing y yo mismo, aliviados. Entonces, siguió mirando el resto del cuarto y, dándose cuenta de donde estaba, la recorrió un escalofrío; lanzó un agudo gemino y se tapó la pálida cara con sus pobres y delgadas manos. Ambos entendimos lo que aquello quería decir; que acaba de ser plenamente consciente de la muerte de su madre; así que tratamos de hacer todo lo que pudimos para consolarla. Sin lugar a dudas, la simpatía ayudó a relajarla hasta cierto punto, pero estaba muy baja de ánimos y espíritu, y siguió llorando en silencio débilmente por mucho tiempo. Le dijimos que o bien uno o los dos íbamos a estar siempre con ella todo el tiempo, y esto pareció consolarla. Hacia el anochecer cayó en un duermevela profundo. Aquí, algo muy extraño ocurrió. Mientras aún estaba dormida, tomó el papel de entre sus pechos y lo rompió en dos. Van Helsing intervino y tomó las piezas de entre sus dedos. Sin embargo, como si nada hubiera ocurrido, continuó con la acción de romper el papel, como si el material estuviera aún en sus manos.
Finalmente, alzó sus manos y las abrió como si estuviera repartiendo los fragmentos. Van Helsing parecía sorprendido y sus cejas se conjuntaron en profunda reflexión, pero no dijo nada.