DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
10 de Septiembre
Notaba la mano del Profesor sobre mi cabeza y me desperté en cuestión de segundos. Es una de esas cosas que aprendemos en el manicomio, cueste lo que cueste.
– ¿Cómo se encuentra nuestra paciente?
–Bien cuando la dejé o, mejor dicho, cuando ella me dejó –respondí.
–Vamos, veamos cómo progresa –me dijo. Juntos, entramos en el cuarto.
La persiana estaba bajada y me acerqué a subirla con cuidado mientras Van Helsing se acercaba, con un caminar suave, casi felino, a la cama.
Conforme subía las persianas y la luz de la mañana inundaba el cuarto, pude oír el musitar entre dientes del Profesor y, sabiendo lo poco habitual que este hábito era en él, un miedo terrible atravesó mi corazón. Conforme le sobrepasé hacia Lucy, él se echó hacia atrás y, cuando exclamó con horror «Gott in Himmel!», no necesité siquiera verle la agónica expresión. Extendió su brazo y señaló la cama, con su impertérrito rostro consumido y tornado ahora de un blanco enfermizo. Noté como mis rodillas comenzaban a temblar.
Allí, en la cama, en un estado de aparente trance, yacía la pobre Lucy, de un pálido aún más horrible y demacrado de lo que antes había llegado a estar. Incluso los labios eran blancos, y las encías parecían haberse retraído en los propios dientes, como a veces se ve en un cadáver tras una enfermedad prolongada. Van Helsing elevó un pie para patalear con enfado, pero sus propios instintos y los largos años de buenos hábitos se sobrepusieron y lo volvió a apoyar con cuidado.
– ¡Rápido! –dijo –. Tráeme el brandy.
Corrí al comedor y volví con el decantador. Él humedeció sus pobres labios blanquecinos con él y juntos buscamos pulso en palmas, muñecas y corazón. Él lo halló en su corazón, y tras un momento de agónica tensión, dijo:
–No es demasiado tarde. Late, incluso si es apenas. Todo nuestro trabajo ha sido deshecho; debemos comenzar de nuevo. No hay ningún joven Arthur aquí ahora; debo comandarte a ti ahora, amigo John –. Conforme hablaba, iba escarbando en su bolsa y sacando los instrumentos para la transfusión; me había quitado mi abrigo y subido la manga de la camisa. No había posibilidad de tomar un opiáceo en este momento, y tampoco lo necesitaba. Entonces, sin retrasarme un instante, comenzamos la operación. Después de cierto tiempo -que no se hizo corto precisamente, pues el ser drenado de tu propia sangre, sin importar como de voluntariamente esto sea, es una sensación terrible- Van Helsing alzó un dedo a modo de alarma.
–No te tenses –dijo – temo que al ir recuperando sus fuerzas, ella se pueda despertar y eso podría ser peligroso; oh, tan, tan peligroso. Pero he de tomar precauciones. Le daré una inyección hipodérmica de morfina –. Procedió a hacer tal cosa con agilidad y decisión. El efecto en Lucy no fue malo, pues la joven inconsciente pareció sumergirse poco a poco en un sueño narcótico. Noté cierto orgullo personal al fijarme en que un débil atisbo de color volvía a aparecer en sus pálidas mejillas y labios. Ningún hombre entiende, hasta que lo experimenta, lo que se siente cuando tu propia sangre, tu propia vida, te es arrebatada para ser dada a la mujer que ama.
El Profesor me miró con aire analítico.
–Así bastará –dijo.
– ¿Ya? –repliqué –. A Art le quitaste mucha más.
Ante esto, sonrió, una especie de sonrisa triste mientras me respondía:
–Él es su amor, su prometido. Tú tienes trabajo, mucho trabajo, para hacer por ella y otros; y con lo quitado hasta el momento bastará.
Cuando dimos por terminada la operación, él atendió a Lucy, mientras presionaba con mis dedos mi propia incisión. Me tumbé, esperando al profesional para atenderme, pues me sentía débil y un poco enfermo. Poco a poco, recubrió mi herida, y me mandó escaleras abajo para tomarme un vaso de vino. Conforme abandonaba el cuarto, se me acercó y medio musitó:
–Recuerda, nada debe ser dicho sobre lo que aquí ha ocurrido. Si nuestro joven amador apareciera de forma imprevista, como ya hizo antes, ni una palabra. Podría asustarlo y volverle envidioso de una sola vez. No debe saber nada de eso, ¡entonces!
Cuando volví me observó detalladamente, para después decir:
–No estás especialmente mal. Ve a tu cuarto, tírate en el sofá y descansa un poco; después toma mucho desayuno y ven aquí conmigo.
Seguí sus órdenes, pues sabía que eran absolutamente correctas y sabias. Había hecho mi parte, y ahora mi siguiente deber era mantener mis fuerzas. Me sentía muy débil, y en esta debilidad había perdido parte del «entusiasmo» ante lo que había ocurrido. Sin embargo, cuando me quedé dormido en el sofá, estaba pensando una y otra vez en cómo Lucy había hecho tal retroceso en su estado, y en cómo pudo haber perdido tanta sangre sin señal alguna de ello. Creo que debí haber seguido pensando en ello en sueños, pues, tanto durmiendo como caminando, mis pensamientos siempre volvían a las pequeñas marcas en su cuello y en el aspecto raspado y desgastado de sus bordes, por pequeñas que estas fueran.
Lucy durmió hasta viene entrada la mañana, y, cuando se despertó, estaba bastante bien y con energía, a pesar que ni de lejos tanta como el día anterior. Cuando Van Helsing la hubo revisado, se fue a dar un paseo, dejándome a mí a cargo, con instrucciones estrictas de no marcharme ni un instante. Podía oír su voz en el recibidor, preguntado por el camino a la oficina de telegrafía más cercana.
Lucy estuvo hablando conmigo apaciblemente y no parecía realmente consciente de que hubiera pasado nada. Traté de mantenerla entretenida e interesada. Cuando su madre vino a verla, no pareció notar cambio alguno, pero me dijo, agradecida:
–Le debemos tanto, Doctor Seward, por todo lo que ha hecho, pero de verdad que debe tratar de no cargarse de más trabajo del que pueda soportar. Está usted mismo muy pálido. Debería buscarse una mujer para que lo cuide y proteja un poco, ¡eso necesita usted!
Conforme hablaba, Lucy se tornó roja como un tomate, incluso si tan solo fue durante un instante, pues sus pobres venas agotadas no pudieron mantener durante mucho tiempo tal innecesario repliegue de sangre de la cabeza. La reacción se tornó en excesiva palidez cuando se giró hacia mí, con mirada implorante. Yo sonreí y asentí, y me llevé una mano a mis labios; con un suspiró, ella se dejó caer entre sus cojines.
Van Helsing volvió un par de horas después, y me dijo al momento:
–Ahora, vuelve a casa y come y bebe lo suficiente. Recupera fuerzas. Me quedaré esta noche, me quedaré vigilando a la joven señorita yo mismo. Tú y yo debemos continuar observando el caso, y nadie debe saberlo. Tengo razones de gran seriedad para ello. No, no me las preguntes; piensa lo que desees. No temas plantearte ni siquiera lo más improbable. Buenas noches.
En el recibidor dos criadas vinieron hacia mí y me preguntaron si alguna de ellas debía quedarse vigilando a la Señorita Lucy. Me imploraron que las dejara hacerlo; y cuando les dije que el Doctor Van Helsing deseaba que tan solo él o yo lleváramos a cabo la vigilancia, me preguntaron piadosamente para interceder con el «caballero extranjero». Me emocionó su generosidad y bondad. Quizás fue porque estaba débil en ese momento, quizás porque su devoción era por el beneficio de Lucy; pues, después de todo, no era tan extraño ver a mujeres mostrar similar sentimiento de ayuda entre ellas. Volví a tiempo para una cena tardía, hice mis rondas (todo bien) y he gravado esto mientras espero a que llegue el sueño. Ya lo noto.